Una ciudad sobreexpuesta

Paul Virilio

«La cámara se ha convertido en nuestro mejor inspector»
J.F. Kennedy

Después de experimentar con la cámara que controla la circulación en las autopistas y con la cámara antirrobo de los supermercados, la policía municipal de Hoboken, en el distrito de Nueva York, decidió «iluminar» completamente una de sus manzanas. Esta zona sería puesta bajo vigilancia permanente con la ayuda de un circuito de televisión conectado a la central de la ciudad. Si se cree en sus promotores, el factor psicológico constituiría la mejor disuasión: «Las patrullas de policía, declararon, son un lujo que ya no podemos pagar».

La crisis de la gran metrópolis, señalada por John Lindsay en el plano de la gestión municipal, tendrá así, entre otras consecuencias, la automatización de los servicios de inteligencia y la centralización instantánea de las informaciones. Ya se sabe cuán desarrollada estaba esta inquisición civil en la empresa norteamericana, pero el interés de la experiencia de Hoboken consiste en que nos muestra la culminación de la tendencia: la inversión de los medios de comunicación de masas.

Cuando la policía urbana substituye la patrulla motorizada con la vigilancia televisual, hace que su presencia ya no sea sólo ocasional: la hace pesar permanentemente sobre las idas y venidas de todos. Ya no son más ciertos individuos, los delincuentes, quienes toman la iniciativa de enfrentar en un punto la representación del sistema, sino que el sistema precede y previene los actos del conjunto social. Se abandona la idea de una represión ejercida puntualmente por agentes más fuertes y más numerosos, en provecho de un estado de opresión, de una violencia inmanente a los lugares.

De hecho, desde hace poco nos encontramos bajo los haces de un omnipresente circo electrónico: desde los satélites hasta el helicóptero (ese símbolo que podría reemplazar ventajosamente al águila de los blasones), pasando por la pantalla de televisión del subte, en la que aparece la consumación del genio de los hermanos Lumiére; somos contados, sopesados, auscultados, hasta en nuestras temperaturas, que los sensores infrarrojos testean para adivinar nuestros desplazamientos y sorprender nuestros gestos.

Con el fin de prevenir cualquier ataque a los Estados Unidos, un ordenador traza permanentemente la ruta de los objetos aéreos y espaciales con la ayuda de innumerables radares de persecución. En Francia, el puesto de control vial de Rosnysous-Bois posee una inmensa carta del territorio en la que se iluminan los itinerarios congestionados… pero ¿quién nos alerta cuando nuestro teléfono está conectado a una mesa de escucha o cuando, los días de huelga, nos espía una cámara oculta en un cantero de flores sobre la entrada de la universidad para alimentar los datos del Servicio de Inteligencia?

Mientras que los periódicos se esfuerzan por sobrevivir, mientras las noticias de actualidad desaparecen de las pantallas del cine, nadie parece evaluar el arsenal del acecho, esta jungla mal conocida que algunos ya llaman «nuestras líneas de ausencia».

La casa de vidrio es el símbolo de una sociedad transparente, sobreexpuesta a la obscenidad de la mirada policial. Así como el rastrillaje urbano de los barrios nos recuerda la herencia colonial, el muro-cortina nos devela una situación: detrás del mito de una naturalidad reencontrada, de un alborozo general, se insinúa el mito de la ubicuidad. Entonces se descubre la estrecha relación entre el objetivo de los medios masivos de comunicación y el objetivo de la arquitectura contemporánea. Desde la sede de la ONU hasta la del PCF, se abusa, en efecto, de esta imagen de exponer a la luz del día, de develar espacios interiores. Se percibe la connivencia entre las necesidades militares y la rectitud de los bulevares de Haussmann, pero parece ignorarse que la función del arma y la del ojo son vecinas.

La arquitectura de vidrio, que a veces se llama «arquitectura de luz», proviene de una visión idílica de la sociedad: la de un intercambio constante, de una intercomunicación entre los grupos que habitan una misma unidad, una misma manzana. Se trataba de la visión optimista de los años veinte, directamente inspirada en la casa común de los utopistas rusos. Todo esto está muy lejos, y la realidad urbana es muy otra. Basta con escuchar al nuevo prefecto de París declarar que «la utilización de cortinas u otros dispositivos que tengan por efecto suprimir, incluso parcialmente, la transparencia de las terrazas de café no podrá ser tolerado» -o aún oír al policía bórdales afirmar que la calle pertenece a la policía»- para comprender que estamos lejos de la comunión social, aunque esta última afirmación se encuentre más acá de la verdad, porque se acaba de hacer el ensayo, en la Quinta Circunscripción y en Massy-Antony de un nuevo cuerpo de agentes «de a pie», cuyo objetivo es asegurar una defensa pasiva, circulando por los patios, los sótanos ¡y hasta en los palieres de los departamentos!

La vida cotidiana se halla completamente dominada por las estrategias de una fuerza militar-policial, y cada evento da la ocasión para acrecentar su influencia no sólo sobre el «medio ambiente», sino también sobre el hábitat.

El espacio está saturado, desde la imagen de la ciudad pulverizada hasta las más recientes técnicas de urbanismo que nos ofrecen una representación fragmentaria. ¡Como si el campo libre desapareciera totalmente en provecho de secuencias cinematográficas! «El cine, escribía Kafka, es ponerle un uniforme al ojo ; ahora sabemos de qué uniforme se trata.

Estos sondeos, este barrido óptico de las calles, de las avenidas, el contador vial que «cobra» los pasajes y en el que ya no se trata de vehículos, sino de una materia compuesta llamada «flujo de circulación», nos señalan que nos hemos convertido en la mercancía de la informática, el capital de los bancos de datos. Se pone el acento en el hecho de que nos volvemos beneficiarios de los medios masivos de comunicación, raramente sobre el hecho que nos descubre explotados por el arsenal electrónico.

Un modelo del género lo probará: después de muchos meses, un programa de televisión de Alemania Occidental realiza una hazaña: la colaboración con la policía criminal «X Y» es su nombre. Se proyecta simultáneamente en Alemania, Austria y Suiza. Cada vez, se abren ante los telespectadores diez casos que corresponden a hechos reales, desde asesinato hasta mero latrocinio. El programa reconstruye el delito, muestra los objetos probatorios y, sobre todo, ofrece una descripción de los sospechosos. A continuación, los diez o quince millones de telespectadores son interrogados: ya sea sobre el enigma en sí ya sea al nivel de los testimonios directos. Sobre doscientos veinticinco casos propuestos, una centena fueron resueltos gracias al concurso de la población alemana. Como lo confesó el realizador del programa: «Apelando a la memoria visual o auditiva de los telespectadores ‘X.Y.’ enseña un comportamiento útil. Ya no se trata de un juego espectacular, sobre todo se trata de favorecer la denuncia de los delitos, pues éste es un deber cívico». No por ello los ganadores dejan de cobrar una recompensa que ron-da los noventa mil francos.

Como se ve, se trata de un adiestramiento. La policía, por intermedio de la televisión, interroga al cuerpo social como el practicante lo hace con la computadora. Pero éste no es el inocente interrogatorio de un conjunto técnico, sino el interrogatorio de un criminal; un poco como si se preguntase a la memoria electrónica sobre el desfallecimiento de uno de sus semiconductores, se trata de hacer confesar un crimen al cuerpo social, con el fin de favorecer la expulsión de uno de sus miembros. Los procesos de denuncia sistemática llegan a buen puerto, los medios masivos ya no informan, la sociedad informa al Estado policial. La «liberación de la palabra» termina en la delación, la «participación» en la cacería humana.

Para comprender cabalmente esta situación, hay que relacionar esta nueva guerra de ondas con las operaciones «a puertas abiertas», en los cuarteles o las prefecturas de policía. El carácter temible de la fuerza pública tiende a desaparecer, hábilmente disimulado bajo la apariencia de un inofensivo servicio social. La legitimación psicológica tanto como el enrolamiento de los curiosos, espectadores o telespectadores, no son, aquí, más que una cuestión de tiempo.»