Cardelius Barbata
«El pájaro cautivo no sólo ha perdido conciencia de que la jaula es una jaula,
sino también de que él es un pájaro»
Ezequiel Martinez Estrada.
Una de las principales dificultades que se me presentaron a la hora de intentar organizar estos apuntes, que por lo demás llevo años retorciendo, repensando y en consecuencia, reescribiendo, han sido las constantes alteraciones sobre la Ley de Extranjería, los acuerdos europeos y toda la legislación concerniente a inmigración. De haber tenido la pretensión de escribir un artículo de rigurosa actualidad, esto me hubiera obligado a ir a remolque tanto de unas cifras que varían constantemente, como así de la última novedad legal. Tratando de remendar sobre el papel, lo que la compleja realidad política sacude y desarregla de mi propia vida con cada nueva normativa. Por el contrario, estas reflexiones son de carácter más bien general, y aunque nunca intentaron ofrecer un abordaje periodístico, algunos de los pasajes que se pueden hallar a lo largo del texto inevitablemente responden a datos circunstanciales, como aquellas suscitadas por el proyecto de ley incluido por el Partido Popular en su programa electoral para los comicios del 9M y que, una vez pasado el pulso electoral, han quedado obsoletas; o bien el escamoteo de las libertades de reunión, manifestación y de los derechos de sindicación y huelga para los indocumentados dentro de la Ley de Extranjería (Ley orgánica 4/2000), posteriormente reconocidos por el Tribunal Constitucional y próximos a ser incluidos en la que será la quinta reforma de dicha Ley. He decidido conservar todos estos pasajes por considerar que de algún modo reflejan también la inestabilidad propia de la situación del inmigrante, sujeto él mismo a tales fluctuaciones. He agregado, no obstante, algunas notas a pié de página, con la intención de subsanar ciertas «inactualidades», aunque no considero que éstas afecten demasiado al conjunto del texto.
Eludir tanto el recurso a cifras y estadísticas como la morbosa recapitulación de abusos y vejaciones padecidas por inmigrantes en tanto que tales, ha sido una decisión meditada y que no pretende restar importancia a estos hechos, que la tienen y mucha. Cuando el acercamiento a un tema se hace desde las tragedias puntuales, desde los excesos que tienen lugar dentro una determinada lógica, la denuncia suele verse abocada a atenuar los efectos aberrantes de dicho proceso, más que a incidir sobre su esencia. En concreto, sobre lo monstruosa que resulta en sí misma la situación del ilegal. Las «críticas constructivas» se inscriben en el marco del diálogo social que engorda a las sociedades del consenso, teniendo por función última la de modernizar los mecanismos de la dominación, pulir sus asperezas, para al cabo de la sesión de maquillaje, dejar a la realidad intacta. Si en comisarías y cuartelillos de la benemérita no se diera escarnio a ostia pelada a inmigrantes, si no murieran vaya uno a saber cuántas personas en el Estrecho cada año ¿Eso significaría acaso que la política de inmigración es justa? Más aun, si a los recién llegados se les recibiera con papeles y empleo no más cruzar la aduana ¿Eso justificaría la explotación y rapiña efectuada sobre personas y mundo, del primero al tercero? Efectivamente considero que la crítica se queda trunca si no es capaz de vincular nuestros avatares de inmigrantes en la Europa rica, con el cuestionamiento del sistema productivo devastador, que asola tanto a nuestra tierra natal, como aquellas donde en la actualidad moramos. Financiado por capitales públicos o privados, locales o transnacionales, y puesto a funcionar por mano de obra nativa o extranjera, con o sin documentos.
En general he optado por la utilización del término «xenofobia» (literalmente odio u hostilidad hacia los extranjeros) en lugar de referirme al «racismo» que se le suele asociar y que designa la ideología de la preeminencia de una determinada raza. La construcción de la idea de raza -y con ella la de su bastardo, el racismo- fue realizada sobre un amasijo de conceptos extraídos de diferentes disciplinas e imbuidos en un halo de cientificismo que pretendía legitimarles, donde se mezclaron hasta confundirse nociones lingüísticas, anatómicas, antropológicas, étnicas, culturales, geográficas y algunas más también. Lo cierto es que a la postre, estos criterios han sido refutados desde las mismas ciencias que los exaltaron, cuya credibilidad ha quedado dañada, y de cuyo rigor no se puede menos que desconfiar, de ahí las reticencias a utilizar este concepto. Echando una mirada atrás en la historia, resulta evidente que existen relaciones sociales que en efecto se hallan sobredeterminadas por la creencia en la inferioridad de determinadas razas, y cuya huella se puede seguir hasta el presente. En todo caso, considero que en la actualidad la situación de los inmigrantes está condicionada principalmente por una coyuntura política y económica que los convierte en el material idóneo para su explotación, más que determinada por factores étnicos o que se sustentaran en la preeminencia de alguna raza por sobre otras. Asimismo, creo que la relación de los inmigrantes con los individuos europeos se halla por lo general más afectada por el recelo hacia lo extraño y ajeno, que por un sentimiento de supremacía intrínseca por parte de éstos.
Finalmente, la utilización de la primera persona del plural es una pequeña licencia literaria que me he permitido, no con ánimo de disimular que es tan sólo una la mano que empuña el bolígrafo, o generar una falsa sensación de sujeto colectivo; sino simplemente con la intención de dar cuenta de que, más allá de la forma última de su redacción, las reflexiones que aquí se vierten, con mayor o menor acierto, son el fruto de incontables discusiones y experiencias compartidas, desde los años que me tocó estar indocumentado hasta el día de hoy. Y no exclusivamente con otros inmigrantes, sino también entre compañeros nacidos en este trozo de tierra llamado España. Sólo en este contexto y compañías tiene para mi sentido esta edición, solo desde ese nosotros. A ellos va dedicada esta bandada de pensamientos.
Invierno del 2009,Granada.
I
Espejos encantados
“Tuya es la hacienda,
la casa,
el caballo
y la pistola.
Mía es la voz antigua de la tierra.
Tú te quedas con todo
Y me dejas desnudo y errante por el mundo…
Mas yo te dejo mudo… ¡mudo!”
León Felipe.
“país no mío que ahora es mi contorno
que simula ignorarme y me vigila
y nada solicita pero exige”
Mario Benedetti.
Acostumbrados como estamos a la versión periodística de cuanto acontece, el tema de la inmigración será uno de los infaltables allí donde se ponga el oído. Más aún en fechas cercanas a los comicios, cuando ambos partidos mayoritarios se acechan mutuamente, ávidos por confrontar sus programas sobre la palestra mediática con el fin de granjearse los favores del electorado. A los espectadores toca asistir a estas polémicas estériles, como buenos comensales sentados a la mesa de la información, dispuestos a meterse entre pecho y espalda todos los manjares de la opinión pública, haciendo del consumo dirigido de noticias, su deber cívico.
Seremos pues, electores responsables. Votaremos pensando en la seguridad de nuestros seres queridos. O seremos acaso humanitarios, y entonces daremos nuestro voto por el bienestar de esos negritos tan laboriosos. Tanto la visión lastimosa, que nos enseña la cara trágica de los procesos migratorios a fuerza de propinarnos golpes bajos; como la otra variante, teñida de crónica de sucesos, tasas de delincuencia y demandas seguritarias, ambas versiones del discursos sobre política inmigratoria comparten para la ocasión, algo más que el sensacionalismo y la demagogia propios del debate político maniqueo a la caza de tele-electores; coinciden también en la determinación de poner coto a las campañas de regularización y aumentar los controles sobre la inmigración clandestina.
Los acuerdos que pretendían sellar la fortaleza de la Europa rica -el llamado, espacio Schengen(1)-, han servido en realidad para aumentar de modo sostenido las desigualdades existentes entre los estados miembros y el resto del mundo, que salvo contadas excepciones, no ha hecho sino empobrecerse con la creciente bunkerización europea. Proceso que en la práctica ha fomentado la inmigración clandestina, a despecho de lo que en teoría pretendía. El rechazo de plano de la reedición de campañas de regularización masiva, conducirá presumiblemente al recrudecimiento tanto de los brotes xenófobos y las razzias policiales, como de los conflictos en las mismas fronteras. No obstante, la disminución del flujo de trabajadores irregulares que llegan a estas tierras no parece tampoco conveniente para una economía encarnada en determinados sectores del empresariado local que, puesto que tienen en los clandestinos su principal yacimiento de mano de obra, no tardarían en acusar las pérdidas. Dichos sectores harían sin duda sentir su descontento a la administración de turno que, aunque se disfrace de proteccionismo para la ocasión electoral, es ante todo subsidiaria de un mercado mundializado, cuyos dictados serán los que en última instancia deba acatar. Ante la contrariedad, y no pudiendo prescindir sin más de la fuerza de trabajo extranjera, so riesgo de que el empresariado local se le eche al cuello, lo único que a la administración le resta por hacer, es tender a “blanquear” su gestión de la misma(2), en un intento en ocasiones desesperado por armonizar las exigencias de la política fronteriza europea, con las demandas de la bolsa local de empleo en negro.
De ahí que las reivindicaciones tales como el derecho a la ciudadanía allí donde se reside y trabaja, por subversivas que se pretendan, no sean más que parte necesaria en el programa de modernización social y económica ya puesto en marcha. Dicho de otro modo, piden lo que el capital ya prevé en sus transformaciones, porque no cuestionan el aparato productivo en sí mismo, ni la identidad-trabajo ligada a este, sino que se apoyan en ella para solicitar una integración, que es en realidad la integración a un sistema económico, el mismo que en su fase de globalización nos ha traído hasta aquí. Aunque para ellos, los inmigrantes vengamos a ser algo así como los últimos vestigios de un modelo productivo en vías de extinción, no cejarán no obstante en su empeño de colgarnos el sambenito de trabajadores inmateriales, por extremadamente móviles y flexibilizados(3). Habrá que preguntarles qué ración de general intellect hemos de aplicar a la hora de recoger tomates en los mares plásticos de Almería o encaramados en andamios sin protección como peones de la obra, por no hablar del afecto indispensable para limpiar el culo de abuelos, que en algunos casos llegan incluso a comportarse de modo canallesco, en el sector de los servicios domésticos.
Aunque el pasaje del antiguo obrero de la sociedad del pleno empleo, al trabajador precario propio de una economía terciarizada marque ciertamente una tendencia dentro de los países más desarrollados, los ideólogos de la multitud pretenden ver en éste, el proceso central de nuestra época. Esto es, su principio organizador y generador de sentido, lo que implicaría un cambio de paradigma, una transición que nos resulta especialmente extraña a quienes provenimos precisamente de los países donde, lejos de hallarse en sus últimos estertores, se ha desplazado buena parte de la producción material, donde ahora se realiza a costes mucho más bajos, generando mayores réditos, y siendo en gran medida responsable de los éxodos masivos de las poblaciones lanzadas al asedio de la fortaleza europea. Sólo un poco más a la izquierda que los antiglobalizadores, nos encontramos con los guardianes de la ortodoxia obrerista, quienes se afanan por ver en estas poblaciones de recién llegados el relevo para las luchas proletarias de antaño, y que aguardan impasibles a la expectativa de que cojan el testigo de un momento a otro, y cuando esto al fin suceda… allí estarán ellos dispuestos a concientizarles. Por lo demás, ambos discursos comparten a su manera la confianza en la potencialidad emancipadora de las transformaciones que tienen lugar en el interior de los procesos productivos.
Pero volviendo a la “fiesta de la democracia”, que ha sido el factor detonante para que nos resolvamos a dar cuerpo a estas reflexiones, el buque insignia del PP con respecto a política de inmigración para las elecciones generales del 9 de marzo de 2008, ha sido el llamado “Contrato de Integración” (que posteriormente intentara rescatar del olvido sin demasiado éxito la Consellería de Inmigración para la Generalitat Valenciana). Dicho documento constaba de una serie de requisitos de índole folklórico y laboral, cuyo incumplimiento implicaba la no renovación del permiso de residencia y la consecuente expulsión del inmigrante, degradando el permiso de residencia en una suerte de residencia condicional, y a la cultura y tradiciones de cada región, en una mera obligación contractual(4).
Más allá de cierto tinte intervencionista, propio de un sistema totalitario chapado a la antigua, que pretendiera legislar todos los hábitos y conductas de las población, esta especie de condena a transculturación forzosa que proponía el contrato en cuestión, resultaba especialmente demagógica por lo innecesario de su contenido en un momento histórico como el actual, que se caracteriza precisamente por la relajación de unas costumbres que han perdido cualquier atisbo de peligrosidad, al hallarse por completo integradas y subsumidas a la reproducción del orden social existente. Cuando el modelo cultural racionalista, liberal y capitalista rige la vida social de gran parte del globo merced al triunfo de su análogo político, cuando su hegemonía se extiende hasta sitios recónditos del planeta, recitando en cualquier idioma o dialecto el lenguaje único de la mercancía, exigir por contrato a un temporero magrebí (por poner un ejemplo) que entre jornal y jornal se estudie un Manual de usos y costumbres de la cultura española resulta ridículo, y algo anacrónico también.
La condición de los inmigrantes en la actualidad es un derivado directo de la liberalización de los mercados. Es decir, de la exigencia de una total libertad de circulación para mercancías y capitales, que entra en contradicción con la política fronteriza de una Unión Europea que se muestra cada vez más restrictiva en cuanto a la movilidad de los »extranjeros» (el Convenio Schengen estipula claramente que »se considera extranjero a quien no es ciudadano de un Estado miembro de la Comunidad Europea»). En efecto, se trata de la confrontación entre dos tipos de lógica que no siempre se corresponden, y eventualmente llegan incluso a solaparse: la razón de mercado frente a la razón política. El desacuerdo entre estas dos lógicas es gestionado indigentemente por el aparato administrativo estatal que, debilitado por el despotismo de las instancias financieras internacionales (OMC, FMI, BM, etc.) y viéndose incapaz de zanjar la disputa brindando alguna solución que contentara a todas las partes, se muestra ambiguo y termina por esconder una vez más la cabeza. A la hora de minimizar costes en aras de una mayor competitividad, la industria reclamará precisamente indocumentados, no personas en situación regular, sino gentes a las que se les ha arrebatado toda garantía jurídica, laboral y social. Que existen precisamente porque el mercado en su fase actual los requiere, luego los produce. Es ésta demanda la que, al ser tácitamente consentida por la política del avestruz que practican los estados, hace no sólo del fruto de su trabajo, sino de los mismo ilegales, los productos directos del mercado desregulado.
Así las cosas, el resultado de esta u otra contienda electoral resulta relativamente anecdótico ya que, a riesgo de ser tachados de agoreros, el único pronóstico que cabe hacer en cuanto a legislación de extranjería será el que circunstancialmente convenga a los imperativos de la economía, lo que en épocas de sonada crisis financiera, representa ciertamente un mal augurio para los inmigrantes(5). Una vez hecha esta constatación, la necesidad de reflexionar desde nuestra condición a la que hacíamos referencia, será también la de forjar las armas con las que guerrear en un escenario devastado. Desmantelar el papel de víctimas que se nos ha sido asignado será un primer gesto, decisivo desde nuestro punto de vista, para discernir las propias fuerzas entre las filas enemigas, bajo sus mil y un camuflajes.
Parece sencillo encontrar los responsables externos de nuestros infortunios, y concluir lamentándonos por cuanto la fase actual del capitalismo nos ha traído en desgracia. Y los hallamos, pero una crítica que se reclame de la autonomía no debiera encallar en la constatación de la fatalidad. Aquel que se apoltrona en la posición de víctima verá prejuicios y discriminación por doquier, porque allí están para quien quiera verlos. Y tras cada varapalo invocará la inequidad, la desigualdad de oportunidades, la diferencia entre los derechos de los que gozan ellos y nosotros, nativos y foráneos respectivamente. Para quienes no deseamos recrearnos en el cómodo ¡ay de nosotros!, rechazar el victimismo como al espejo que nos devuelve una imagen distorsionada -y degradada- de lo que somos, será el modo (algo orgulloso, quizás) de plantarnos frente a esta realidad y sus espejos encantados. Pero tampoco pretendemos ponernos a salvo de estas consideraciones, ya que creemos que precisamente tras la actitud autoindulgente se oculta el odio-de-sí-mismo, la vergüenza por quien se es, y por la tierra de donde se proviene. Vivir la identidad como estigma, experimentar el propio bagaje, las facciones, color de piel, la lengua e incluso el acento como algo vergonzante, como los obstáculos a franquear para poder al fin integrarnos, equivale a ofrecernos como objeto para las lamentaciones. Somos el resultado de las condiciones en que se da nuestra vida cotidiana, donde sea que ésta haya tenido y tenga lugar, así como de las experiencias y tradiciones que poseemos y de las que formamos parte de un modo u otro… éste es el material del que estamos hechos, y no la imbécil pretensión de ser ciudadanos del mundo.
Tanto el acervo cultural como el sitio que ocupemos dentro del entramado productivo, forman parte de las experiencias que nos van cincelando como personas. Somos sujeto de ambas tradiciones, y es bajo su ascendiente que nos desenvolvemos. Lo que en principio no debiera estar reñido con afirmar que en un momento como el actual, en el que el capital ha plantado bandera sobre prácticamente cada momento y parcela de la vida, llegando incluso a patentar el barro genético; precisamente en un momento así, existen una buena cantidad de otras variables también pensables, objetivables, que de igual modo nos conforman. Una de estas ha de ser la posición que asumamos frente a tamaña realidad, y ya no sólo a título individual. La exacebación de la propia subjetividad (por refractaria que ésta se quiera) sume cualquier aproximación a la realidad en un relativismo incapaz de encontrar los rasgos comunes de las experiencias, de reconocer los nexos que nos vinculan más allá de las versiones reduccionistas de la identidad, ya sea en su variante folklórica o clasista. Ambas experiencias, al encontrarse aisladas entre sí, y separadas de la complejidad de una realidad que las desborda, se vacían de significado y terminan por convertirse en nichos para el mercado.
El elogio de una subjetividad, a la que se eleva a la categoría de valor, deriva en una nebulosa de innumerables identidades cerradas sobre sí mismas, que vienen a llenar el espacio vacante dejado por la comunidad como medio natural de la actividad humana. De ahí que el culto a la singularidad, preñado generalmente de un espontaneísmo pueril (muy extendido en los ambientes antagonistas, por cierto), comparta los valores propios de un pasatiempo burgués decadente, al expresarse fundamentalmente en gestos que se agotan sobre sí mismos, incapaces de generar referentes y en los que prima el principio del placer por sobre la eficacia e incluso sobre el sentido. Por lo efímeros y autorreferenciales, estos gestos se inscribirán sin mayores sobresaltos en el carpe diem capitalista. Cargar la propia vida de significados colectivos, es decir políticos, será asumir una posición de resistentes frente a la negación posmoderna de la identidad, y a una realidad que nos insta a que nos hagamos con una identidad singular, personalizada, única e intransferible, ajustada a nuestra especificidad como consumidores, lo que para la mercadotecnia sería: el segmento de mercado al que pertenezcamos.
II
Carabelas
El origen de las migraciones masivas hay que buscarlo en las miserables condiciones de supervivencia que son impuestas a las poblaciones del conjunto de los países empobrecidos, sometidos al expolio de los Estados más desarrollados y sus corporaciones multinacionales. La deslocalización de la producción ha llevado consigo el abaratamiento de la mano de obra, bajo el chantaje que supone la creación de puestos de trabajo, empujando a emigrar a importantes capas de la población, simultáneamente y con sendos destinos que fugan también los beneficios económicos que estas empresas generan. La malversación de los recursos naturales efectuada por las clases políticas, enriquecidas y corruptas de estos países, en connivencia con la iniciativa privada extranjera, ha supuesto la entrega y el socavamiento de las bases materiales indispensables para la soberanía de gran parte del planeta. Se han ofertado enormes extensiones de tierra a precio de saldo, incluyendo territorios protegidos tanto por convenios medioambientales, como reservas cuya pertenencia había sido reconocida con anterioridad a los pueblos originarios de las diferentes regiones, despojándoles de su tierra y con ella de los recursos económicos y espirituales de su cultura. No parece por tanto exagerado referirnos al proceso de expansión de los mercados, como a un verdadero etnocidio a manos de la violencia del dinero. Similar saqueo se ha efectuado sobre el sector público de estos países, facilitado nuevamente por el dolo de las clases dirigentes locales. El conjunto de todos estos fenómenos, conforman la cara decrépita tras la máscara multicultural de la llamada globalización, y que en honor a la verdad, alguien ha nombrado recolonización.
Entre los argumentos que se esgrimen en la supuesta defensa de la llegada de poblaciones extranjeras a suelo europeo, suele encontrarse el papel vital que estas vendrían a desempeñar para el rejuvenecimiento demográfico de la cada vez más vieja Europa y en particular, de una España que va a la zaga en cuanto a índices de natalidad. Pero tras esta justificación, subyace la escasez de relevos generacionales para los peores sectores de la producción, que digan lo que digan, aun tiene lugar en suelo europeo. Autoerigidos como defensores de los inmigrantes, nos hacen en realidad un flaco favor con sus alegatos, ya que para ellos representamos tan solo el material humano con el que satisfacer la necesidad de mano de obra para los trabajos que muchos europeos no quieren ya realizar. Después de todo ¿Quién se ocupará de los ancianos? ¿Quiénes tendrán niños y cuidarán de los hijos de los europeos, mientras sus emprendedores padres se labran un futuro profesional? Movilizados forzosamente a una Unión Europea superpoblada, pero incapaz de autoabastecer la demanda de brazos indispensable para mantener su nivel productivo, una vez más la legitimidad, y con ella el “derecho”, vendrían dados por la razón de mercado, y nuestra “aptitud” a la hora de insertarnos en la actividad productiva. Esto en sí mismo, en nada nos diferencia de tantísimos explotados autóctonos, igualmente degradados en mero valor de cambio.
Obligados a buscarse la vida, por haber nacido donde se ha nacido y llegar con un alto nivel de necesidades desatendidas, la mayoría de los sin papeles representan con elocuencia el contraste existente entre desposeídos y gestores de la desposesión. Evidencian lo que por estos lares se ha maquillado, capa sobre capa del consumo más superfluo, sacando de nuevo a la superficie la vieja grieta aún existente entre la dominación y sus afectados. Cuando cualquier currito de tres al cuarto puede creer que la igualdad pasa por repostar en la misma gasolinera que su jefe, quizás un carro de la misma marca -esa suerte de pedigrí que ostentan las mercancías- es fácilmente comprensible que un inmigrante recién llegado y con los ojos aún obnubilados por los espejismos de la opulencia, vea en estos símbolos del confort y su consumo desaforado, la confirmación irrefutable de la “oportunidad” prometida. La vieja grieta habrá que rastrearla casi a tientas, bajo la cosmética de las mercancías, en la producción misma de esos símbolos, en las condiciones en que esta se da y en sus consecuencias directas. La expropiación total de la vida que va del trabajo asalariado al consumo autista, halla su culminación en la explotación mercantil del planeta entero, proletarizado y exprimido hasta la extenuación. Un mundo sin garantías será siempre preferible a unas garantías sin mundo.
III
Sujetos tácitos
Al rehuir la contemplación frontal del Estado, el ilegal pone involuntariamente de relieve, lo absurdas que pueden llegar a resultar el conjunto de las condiciones de vida en los países más desarrollados. Aquí, donde los »privilegios» de los que gozan la mayoría de los ciudadanos reposan sobre la amenaza de caerse fuera. Ciudadanos de pleno derecho o simples aspirantes a este estatus, tanto sobre unos como sobre otros pesa un idéntico chantaje, por activo o pasivo, según cuál sea la posición que se ocupe dentro del escalafón social. Agazapado tras el miedo a ser excluidos, o alimentado por la esperanza de ser al fin aceptados, todas las caras del chantaje al que nos someten las actuales democracias se conjugan con el verbo pertenecer. Aislados y sujetos a las decisiones que se toman sobre nuestras vidas, delegamos en instancias que nos son extrañas un bienestar que hemos aprendido a asociar a la ilusión de seguridad. Nos guarecemos al abrigo de una compleja red de coberturas sociales, dispuestas para agudizar nuestra dependencia hacia ellas, hasta despojarnos de cuanto nos quedaba de albedrío. Pedimos garantías, confort, trabajo, y nos encomendamos a los designios de una providencia encarnada por el Estado para administrar y brindarnos cuanto solicitamos. Ni falta hace decir que pagas por enfermedad, indemnizaciones por paro, bajas de maternidad, ayudas familiares y todo el conjunto de prestaciones sociales serán esquivas a los inmigrantes indocumentados. Si a esto agregamos que, en cuanto a lo colectivo, el rasgo principal de nuestra época es el absoluto desmembramiento del tejido social, resulta fácil comprender por qué la posición del indocumentado se caracteriza por su extrema vulnerabilidad. Privado prácticamente de toda cobertura jurídica, laboral y sanitaria, tanto como de cualquier tipo de contención comunitaria, su situación será pues la intemperie social.
Al ilegal le está sencillamente vedado participar de los falsos debates que tienen lugar en el interior de las democracias y que nutren a las sociedades del consenso, es decir a aquellas que se jactan de favorecer el diálogo social. Sería inútil que intentara modificarlas desde dentro, o siendo uno de sus supuestos críticos en conformidad. Aún así, la política de inmigración será uno de los reclamos electorales más explotados, haciendo las veces de patata ardiente para las falsas polémicas entre oficialismo y oposición. En cuanto a los inmigrantes, a la inmensa mayoría de los que a día de hoy residen de modo permanente en suelo español se les niega la posibilidad de hacer parte en los sufragios electorales. En el caso de quienes tienen permiso de residencia, esto dependerá de los convenios vigentes entre el país de acogida y aquel del que proviene. Y por más que nosotros no vayamos a reivindicar el derecho a votar, ni seamos de los que se rasgan las vestiduras ante esto, lo cierto es que resulta significativo, puesto que expresa la situación del inmigrante ante las instituciones. Ciertamente, un inmigrante podría considerarse parte implicada de las «liturgias» de la democracia, en la medida en que le conciernen las consecuencias de lo que allí se guise; pudiendo, por poner un ejemplo, alistarse en el ejército mas no votar al gobierno que le mande a batirse el cobre en alguna remota guerra bajo bandera española. De ahí que las democracias actuales, participativas y representativas como se proclaman, ni tan siquiera puedan arrogarse la legitimidad de haber sido electas por la totalidad de sus afectados, esto a pesar de la coartada que pretende legitimarlas como «el menor de los males» y sin hablar de la tasa habitual de absentismo electoral.
Según su definición clásica, los Estados nación están determinados por las nociones de interioridad y exterioridad, por la dualidad dentro/fuera en relación a un territorio. En la actualidad no obstante, las relaciones entre estados, y con ellas sus confines, no son en modo alguno simétricas. De ahí que la experiencia de la frontera será radicalmente diferente, según quién sea aquel que se disponga a atravesarla, de dónde provenga, con qué destino y sobre todo, a qué clase social pertenezca. Si pese a hallarse minuciosamente descritas y estipuladas, las fronteras son ante todo una construcción social, y como tales, íntimamente ligadas a los dictámenes de la política y el mercado internacional (echando por tierra el mito de los límites naturales que invocaban los estados nacionales), parece evidente que la libertad de movimientos recogida por ejemplo en la Carta de los Derechos Humanos(6), se trata ella también de una falacia, especialmente grotesca cuando la transgresión de las fronteras internacionales puede ser penada precisamente con aquello que representa la vulneración por antonomasia del derecho de movilidad, es decir con el encarcelamiento, en este caso en un Centro de Internamiento de Extranjeros.
Quien huye de un Estado ingresa, legal o clandestinamente, en los dominios de otro. Que este segundo Estado le niegue el permiso de residencia, no equivale a que rechace sin más las “prestaciones” que el emigrante le pueda brindar, de ser así sería inmediatamente expulsado. Pero la deportación no resulta conveniente considerando que, como decíamos, no son pocos los sectores productivos que en la actualidad subsisten a base de esta mano de obra hiperflexibilizada, como ser los regimenes semiesclavistas de la agricultura industrial y la prostitución, a los que podríamos caracterizar a muy grandes rasgos, por la realización de un trabajo en condiciones forzosas, bajo amenaza o coacción. Los barrios periféricos serán uno de los ámbitos privilegiados para el almacenamiento y racionalización de estos ejércitos de reserva para la producción, allí donde la precariedad campa a sus anchas. En las inmediaciones de los centros productivos, o en corralas y pajareras de infraviviendas en el corazón mismo de las ciudades multiculturales al uso, todo este material humano se irá arrumbando hasta casi colapsar las infraestructuras dispuestas para su acogida y movilización, siempre con el consentimiento ominoso de una administración temerosa de contrariar a una franja tan amplia del sector empresarial.
Y aunque al sistema le resulten rentables incluso en su calidad de ilegales -ya que los produce precisamente para satisfacer una demanda que le redunda en beneficios-, no por esto se les podrá tildar de colaboracionistas, puesto que por poseer, no poseen ni tan siquiera el derecho de colaborar plenamente. Ya se ha superado el estadio de la dominación, en el que si el sistema generaba una excesiva cantidad de desigualdades, estas obstruían su buen funcionamiento y amenazaban con ponerle en crisis. Hoy en día las democracias se nutren de estas tensiones, y se nos presentan como el único modo de organización social capaz de amortizarlas. Para muestra sobre la manera en que la administración »gestiona» las contradicciones que produce, valga este botón: siendo la única instancia habilitada para documentar a los extranjeros, la propia administración les exige a estos estar debidamente documentados como condición previa para reconocer algunos de sus “derechos fundamentales”, tal es su cinismo. El ideal democrático adquiere pues, dimensiones místicas. De verdad universal, no susceptible de ser puesta en entredicho. Esta incuestionabilidad es el corazón del fundamentalismo demócrata que hoy padecemos, la elevación de una determinada organización social -es decir, de una formación eminentemente histórica- al estatus de orden natural, y su crítica convertida prácticamente en un tabú.
Las delimitaciones formales de los estados son apenas las líneas perimetrales de un poder que se ha hecho ubicuo, que las desborda y que no admite ya límite alguno, mientras nos exige que nos ciñamos a las fronteras que el mismo capital no reconoce. Al ilegal se le puede excluir de las instituciones, pero nunca del mercado, ya que continuará produciendo y consumiendo. Los cuerpos eventualmente se pueden empadronar, pueden ser acumulados, catalogados y enumerados; pero no les es dado formar parte en la repartición de los beneficios de los estados benefactores, aunque en ocasiones se les conceda la gracia del asistencialismo de sus apéndices no-gubernamentales. Entre las filas de las organizaciones que responden a la denominación un tanto genérica de ONG´s, se despliega un extenso abanico de asociaciones y colectivos de muy diversos pelajes, que van desde el voluntariado a secas hasta la más descarada mercantilización de la filantropía. Nuestra intención no es meterlas a todas en un mismo saco, sino hacer referencia a lo que hay subyacente en este tipo de discursos, a lo que tienen en común como modo de institucionalización de la solidaridad, es decir, de su reciclaje para la dominación. Huelga decir que no juzgamos la buena fe de sus afiliados, sino acaso su mala conciencia. Por lo demás, este tema por sí solo sería merecedor de un estudio aparte.
Así pues, el capital se encarga de administrar todos sus dominios y va aún más allá, del mismo modo que gestiona las drogas, tanto las legales cómo las ilegales, lo hace con las personas, documentadas e indocumentadas por igual. Se encarga de regular lo de dentro, como así de gestionar -que significa en este caso, ser permisivo según lo dicte su propia conveniencia- los flujos que le pasan por fuera. Al cuerpo positivamente contado e inventariado -al rebaño ciudadano- del mismo modo que da cuenta también de aquellos de los que no existe un cómputo formal tan riguroso, aquellos que son omitidos de las columnas estadísticas oficiales, es decir los ilegales -el descarriado sería, siguiendo con la analogía del Estado como pastor: el cimarrón-. Ante las instituciones, el ilegal encarna el negativo del buen ciudadano, lo que no significa que éste no pueda compartir los valores de aquel, siendo como es, un subproducto del mismo capital, aunque en otro de sus momentos, el de sus travesías mundializadoras.
Al quedar indocumentado, comprendes que lo que a ti te ocurriese caería en un vacío legal, ya que el país en el que estás hace la vista gorda sobre tu presencia en su territorio, aquel otro de donde provienes, no sabe a ciencia cierta donde te hallas y, llegado a este punto, si »algo» te sucediese quedarías a merced de una legislación que en muchos de los casos no te contempla, y en una situación que en bastante se asemeja a la del rehén. La figura del “retenido” sin ir más lejos, es legalmente inexistente, y los CIE´s(7) son no obstante, cada vez más numerosos. Esto por sí mismo, basta para incluirte en una situación en la que eres especialmente vulnerable a las decisiones que una administración que no te reconoce aplique sobre ti, con el agravante de que este limbo legal, le da carta blanca para tomar casi cualquier resolución sin apenas tener que rendir cuentas. Dicho de otro modo, la dominación no se limita en ningún caso a administrar a quienes le adhieren o forman parte en conformidad, sino que también “se encarga” de aquellos a quienes omite de modo sistemático, negándoles la ciudadanía y relegándolos a una suerte de destierro interior.
Trabajar o estar en el paro es indiferente, ambas situaciones son perfectamente funcionales a los fines del capital, se trata de pabellones contiguos de un mismo panal. Tanto el trabajo como el desempleo son necesarios para la (re)producción del orden existente. Ya sea propiamente para la producción o mediante la coacción que entraña el paro como amenaza, ambos son necesarios e incluso complementarios. Como indocumentado, puedes a la hora de buscar curro, despojarte en parte de tu dignidad, y ofrecerte como carne a explotar en pos de un precontrato leonino, con la esperanza de que eso te ayude antes o después a regularizar tu situación. O en su defecto, de un contrato verbal incluso más abusivo, con el que ir subsistiendo hasta que soplen mejores vientos. Y malvender tu fuerza de trabajo al menos peor postor, quien a su vez se encargará de recordarte periódicamente tu deuda de gratitud hacia él, por haberte contratado asumiendo el riesgo como empleador, y por descontado que te explotará a conciencia -el «riesgo” se cobra entre los beneficios que le reportas y los aportes que se ahorra-, sintiéndose además un alma caritativa, mientras tú te debates entre cierta irracional lealtad y el justo resentimiento hacia tu explotador, para quien representas al fin y al cabo, la pura plusvalía. Por todo esto, la inmigración ilegal pone los dientes largos a los empresarios, en especial a aquellos de los sectores menos cualificados, como ser el agrícola, la hostelería, la construcción, prostitución y los servicios domésticos.
IV
Anticuerpos
A fuerza de repetirnos con tono jocoso aquello de que somos como una plaga, hemos terminado por asumirlo, hasta el punto de echar mano de una metáfora sobre la vacunación para ilustrar la estrategia de asimilación de las actuales democracias. Una vacuna introduce una infección controlada del mismo virus cuya propagación se pretende evitar, con el fin de inmunizar, en este caso al cuerpo social, del mal que le amenaza. Esta es de hecho la dinámica de las democracias posmodernas por antonomasia: producir y atenuar. De ser necesario… almacenar, pero nunca dejar de producir. Producirlo todo, al amigo y al enemigo, lo sano y lo enfermo por igual. Si lo enfermo se desmadra se lo pone en cuarentena, se lo va aislando hasta dejarle en cautiverio. Producirlo todo ella misma, acapararlo, monopolizarlo como modo de prevenir la autonomización de todo aquello que pudiera erigirse en su adversario. Engendrar la norma y su respectiva desviación, producir la diversidad y además, instrumentalizarla mediante un discurso sobre la multiculturalidad, la tolerancia, la inserción y otras mojigaterías propias de la doble moral oenegeista. Por un lado producir, y por el otro reprimir; es decir, sembrar los anticuerpos, crear una infección controlada.
Tratándose de “agentes exógenos”, por lo tanto “extraños” al escenario sociocultural, los extranjeros serán en principio percibidos con cierto recelo por su nuevo entorno, con quienes han de convivir en las áreas de almacenaje dispuestas para las reservas del material humano excedentario, para estos stocks. En los barrios de extrarradio de los grandes centros industriales y productivos en general, o en los corazones de las ciudades multiculturales, los inmigrantes reconstruyen unos lazos comunitarios donde sentirse arropados y que, lejos de pretender idealizarlos, son una de las principales carencias de los explotados autóctonos. Por tratarse precisamente de aquello que ha sido aplastado bajo las ruedas de la modernización y el desarrollo económico, que trajo consigo la liquidación del proyecto obrero que supo poner en jaque a la dominación en los sesenta y setenta, y cuya acta de defunción se selló en 1977 con la firma de los Pactos de la Moncloa.
Lo que no deja de asombrarnos es la necedad de un poder que parece desdeñar la posibilidad de que toda esa vida bacteriana pueda siquiera comprometer sus defensas inmunitarias, adaptándose al medio y aprendiendo a sobrevivirlo. O quizás, y nunca mejor dicho, asume esta posibilidad como el producto marginal del actual modelo de movilización total, en el que cada palmo de realidad es pasto de la valorización capitalista. Bien es cierto que para prevenir este “riesgo de propagación” se ponen en marcha una serie de dispositivos disuasorios y represivos. Por un lado los discursos de las ciencias sociales junto a la falsa conciencia humanitaria; y en el otro polo, la xenofobia y toda la maquinaria penal con su cíclico movimiento: campaña de regularización masiva de inmigrantes, a la que necesariamente sobrevendrá una salvaje criminalización de quienes no se hayan podido acoger a ésta, especialmente escandalosa si se tiene en consideración que el no tener la documentación en regla es tan solo una falta administrativa. El mismo movimiento ilusorio: estimular-tolerar-reprimir.
El discurso xenófobo encubre, tras lo descalificador de una retórica teñida con la épica de la invasión y su enfrentamiento con los defensores de lo nacional, sus intenciones menos puras. Se trata pues, de impulsar el endurecimiento de las leyes de extranjería con el fin último de despojar aún más a los inmigrantes de sus derechos y de cualquier otro tipo de cobertura legal; de dejarles a la intemperie social y desesperados por trabajar. Esa es la situación ideal para las clases empresarias locales, defensoras cómo no, de los valores civilizados y occidentales frente a la “plaga”, que serán las principales beneficiarias de la oferta de mano de obra barata, y en parte por efecto de lo apremiante de su situación, también extremadamente dócil. Por su parte las ciencias sociales, aunque de modo taimado, comparten la carga de desprecio contenida por los discursos más abiertamente racistas(8). Cierto »relativismo cultural» propio de antropólogos, sociólogos y demás especialistas de la misma ralea, es descalificante por lo indulgente de una mirada que nos escruta a través del prisma condescendiente que se aplica a los otros de sus manuales, desde el apenas disimulado etnocentrismo de sus premisas. De ahí que casi todas las tentativas de abordar este tema que nos han llegado, con mejores o peores intenciones, constituyan esfuerzos insuficientes a nuestros ojos, ya que precisamente no hablan desde nosotros. Son escasas las veces que se intenta pensar al inmigrante desde su pellejo, que es el nuestro, más allá de tópicos y estereotipos. Atender a la necesidad de elaborar un relato propio, será una condición indispensable, si lo que se pretende es llevar el pensamiento crítico hacia sus confines, es decir destilar de éste una práctica política.
Pensar por ejemplo en aquel que añorante de la tierra natal, evoca de manera casi obsesiva su cultura, y que sólo frecuenta a sus paisanos, será también pensar en el valor que puede llegar a adquirir la comunidad como mecanismo de defensa ante una realidad hostil. Hacer ostentación de la propia idiosincrasia, refugiarse en guetos que llevan su afán identitario hasta la autoparodia chauvinista, será una reacción casi refleja para conjurar la soledad, el miedo a la deportación y, paradójicamente, al aislamiento. Casi como un modelo a escala de la tierra de origen, la comunidad extranjera en el exilio tiene en la sensación de pertenencia uno de sus rasgos principales, haciendo del acervo cultural un guiño para reconocerse en los gestos, la jerga y las costumbres del otro, y que terminarán por adquirir la función de un salvo conducto, de una nueva «carta de identidad». En un momento como el actual, en el que prácticamente nada se libra de pasar por el tamiz de la valorización capitalista, no es de extrañar que incluso la afirmación de la identidad que se da en estos guetos étnicos, pueda traducirse en términos mercantiles mediante una “diversidad cultural” que no es sino el reclamo publicitario de las ciudades cosmopolitas que ofrece el mercado y que, por añadidura, hace de los inmigrantes mismos sus exóticos souvenires.
Justo en el extremo opuesto de lo apuntado acerca de los guetos identitarios se ubicará quien, aquejado por idénticos temores, es decir, enfrentado al malestar que trae consigo el desarraigo y a los pequeños gestos cotidianos en que toma forma la discriminación, oculta en sus entrañas la vergüenza de ser… el deseo de ser diferente para poder pasar inadvertido. Difuminarse sobre el fondo de la masa ciudadana, mudar de piel y despojarse al fin del miedo a circular, y dejar de volverse en cada esquina con el sudor gélido de quien se siente perseguido. Renegados de su origen, son los principales obstáculos a la hora de pensarnos a los extranjeros como colectivo. Solo quien ha atravesado la experiencia de la ilegalidad cargado de un sentimiento de culpabilidad, una vez entrado al suelo firme de la ciudadanía, vivirá su repentino cambio de estatus como una suerte de redención. Totalmente serviles a sus enemigos, son la imagen remozada del esquirol.
Si a la marginación le sobreviene el aislamiento y con él la tragedia individual, esto solo sucederá luego de que el individuo le haya brindado su rendimiento a las clases dominantes. Caerse fuera pues, o bien haber sido expulsado, no necesariamente significa tener las herramientas para articularse en proyecto histórico alguno. Si bien es cierto que los ilegales somos, en nuestra precariedad jurídica, carne de cañón, nuestra situación no es tan diferente a la del resto de quienes hoy atraviesan condiciones igualmente jodidas de existencia. Con o sin papeles, extranjeros o autóctonos, más allá de la profesión o el origen, quienes sobrevivimos en los márgenes de la realidad compartimos al menos en parte nuestro resentimiento hacia lo existente que, aunque ciertamente no alcanza para constituirnos como clase, no por esto deja de ser un buen caldo de cultivo.
V
Río revuelto
No se pretende aquí enarbolar a los inmigrantes como cantera revolucionaria, ni está en nuestro ánimo proyectar en los explotados de los campos de trabajo el relevo del proletariado local como sujeto histórico. Equiparar explotación a proletariado constituye una simplificación excesivamente esquemática, y aún más peligroso, de un optimismo engañoso. Puesto que la inmensa mayoría de los indocumentados darían lo que no tienen por la regularización, quizás irían a la guerra bajo la bandera de una España que hoy les vuelve la espalda a cambio del permiso de residencia, tal cómo en la antigüedad los mercenarios de origen bárbaro que hubieran probado su lealtad al Imperio Griego podían aspirar a la nacionalidad, o cómo en nuestros días, miles de chicanos obtienen la ciudadanía estadounidense tras enrolarse como marines. Dispuestos incluso a convertirse en los mártires de las guerras del capital, o cumpliendo a la maravilla el rol de la “victima inocente” tan al uso, que paga en su carne por los pecados de las democracias occidentales, como los ilegales fallecidos en Atocha el 11 M, regularizados post mortem con un cinismo que desnuda la verdad íntima de nuestras democracias. No representamos una amenaza para el orden social porque, por lo general, no lo negamos, sino que buscamos hacernos un hueco. Porque de buena gana una inmensa mayoría de los inmigrantes se dejarían, y de hecho se dejan seducir por la pompa y los cachivaches del capital, y porque solo unos pocos identificamos nuestros avatares cotidianos por los intemperies de los estados más desarrollados, como la cara verdadera de las sociedades de la abundancia mercantil.
Expuestas al embrutecimiento que oscila como péndulo entre el trabajo alienante y el consumo desbocado, con sus facultades críticas lisiadas por la falta de uso y el bombardeo de estímulos al que son expuestas, las poblaciones desencantadas propias de la sociedad de masas resultan en extremo maleables, y sumamente propensas a ser llevadas al huerto por los espejitos de colores que les oferte cualquier demagogo a la pesca de adeptos. Al otro extremo hay que apuntar los casos en que el descontento ha calado tan hondo, que los coches y demás sedantes que les ofrece el capitalismo no alcanzan ya para saciar sus pasiones borreguiles y, a falta de algún mejor objetivo, consumen sus furias unos sobre otros, explotados contra explotados. Los barrios obreros están al fin y al cabo atestados de fachillas imberbes y gangsters de medio pelo. Y ya se sabe: a río revuelto, ganancia de pescadores.
Además de la producción, la otra función del inmigrante en el estado actual de cosas será la de chivo expiatorio. Después de todo, siempre habrá quien esté dispuesto a trabajar a destajo, y aun de no ser así, la producción bien podrá realizarse en los enclaves del capital en el así llamado Tercer Mundo, allí donde lo que abunda es la fuerza de trabajo a precio de saldo. Mucho más difícil resulta hallar todo un grupo social que encarne la amenaza, siendo por tanto la cabeza de turco para las actuales cazas de brujas, y sirviendo como cohesionador social, tanto en la repulsa de unos, como en el desagravio de otros. Por lo demás, cada vez que a algún progre con mala conciencia se le ocurre hacer justicia por boca -o pluma- propia, y emprende la labor de la reivindicación de los inmigrantes, mea irremediablemente fuera del tiesto. Llegando incluso al ensalzamiento más bochornoso, idealizando culturas que a todas luces desconocen, quisieran ver en nosotros la encarnación de los “buenos salvajes” de Rousseau, a quienes de buena gana se ofrecerían a “civilizar”. Este tipo de ejercicios de corrección política nos resultan francamente infamantes. Respecto al «mestizaje», no es más que otro burdo producto de mercado, diseñado por el departamento de marketing de alguna agencia de publicidad encargada de vender una ciudad multicultural y revalorizar su casco histórico, al módico precio de profanar su historia.
Por todo esto la xenofobia(9) resulta en extremo funcional a la dominación. Es la forma de propiciar un aún mayor aislamiento entre los sectores más excluidos de la población. Así, el parado demoniza al inmigrante “que le viene a robar el curro”, muchos de estos se dejan explotar salvajemente por necesidad o desesperación; por miedo a la deportación o a perder el trabajo que tanto ha costado conseguir, por algún otro tipo de coacción o por simple servilismo; contribuyendo a alimentar el odio de aquellos con quienes hasta entonces se podía pensar que compartía condiciones de existencia. Este es uno de los momentos en que la clase se fragmenta, y es con este desbaratamiento que se vuelve a cerrar el círculo del ideal de las democracias liberales: cada uno velando por sus intereses particulares, y si esto implica pisar la cabeza del compañero… qué remedio. Mirar al propio ombligo es el precepto básico de las normas de urbanidad y civismo, su código nunca enunciado. El principio de no-intervención contribuye a mantener a las comunidades replegadas sobre sí mismas, atomizadas, procurando evitarse e interactuando sólo cuando es estrictamente necesario. Dejando guetos allí donde pudo haber comunidad, y haciendo de la tan cacareada integración, ni más ni menos que una nueva astucia de la razón, cuya falsedad se revela en el ignorarse recíproco y receloso -cuando no en la voraz competencia- entre quienes debieran compartir experiencias, necesidades e intereses, es decir: la clase.
Así pues, ser sometidos a idéntica explotación no alcanza para erigirnos como clase, porque de hecho extenuarse en la misma faena no equivale a compartir el rechazo hacia la expropiación de la vida que esto implica, ni menos aún la perspectiva de superación de la misma. Existe el proletariado, porque estamos de hecho absolutamente proletarizados, pero no basta con tener el agua al cuello para aventurarse en una barcaza -aunque sí para quienes se lanzan a diario en precarios cayucos hasta la frontera sur de Europa(10)- y menos aún para tener la determinación de emprenderla contra el estanque de la realidad toda. La cualidad del proletario es la del inundado que, consciente de no ser dueños ni tan siquiera del agua que le encharca los pulmones, dosifica las bocanadas de aire y las brazadas que dará. Pero en los tiempos que corren, poco y nada queda ya de la memoria física del nadar, que no es otra cosa que poseer la facultad de organizar y coordinar los movimientos ante una realidad que hace agua. Tras estas constataciones y a día de hoy, no parece apropiado referirse al estrato de los más explotados como sujeto político, puesto que precisamente una de las principales victorias de la dominación en los últimos treinta años ha sido la desarticulación del para sí, es decir de los intereses comunes que les daban su entidad de clase al conjunto de los proletarizados.
Existe no obstante una experiencia en común, marcada por el destajismo, la exclusión, la terciarización de la economía, la especulación inmobiliaria y el confinamiento a los extrarradios de las grandes ciudades que de esta resulta. Y los contratos-basura, y el hacinamiento y la desesperación. La desesperación de no tener más proyecto que el individual. Escombros del antiguo obrero de la sociedad del pleno empleo, marginales e ilegales, los considerados “no aptos” para el trabajo cualificado, los que por uno u otro motivo habitamos en los lindes de la realidad debiéramos, para poder hablar de un proyecto en común, ser capaces de romper el aislamiento y compartir experiencias y perspectivas, recogiendo los cabos sueltos de las resistencias que han ido surgiendo, dispersas por aquí y allá. Contra la amnesia generalizada y la organización de la adversidades que minan el campo de la realidad. Y con los cabos sueltos de memoria, conciencia y solidaridad, volver a trenzar la cuerda deshilachada de una lucha que trascienda lo autobiográfico, las reivindicaciones por la mera supervivencia y apunte a la construcción de un programa menos perecedero.
VI
Rediles
Si Auschwitz supo representar el éxtasis de los regímenes totalitarios, elevados a su máximo exponencial de sanguinaria racionalidad, los campos de trabajo de El Ejido simbolizan entonces la victoria de los procedimientos blandos del capitalismo, y vienen a demostrar que la persuasión puede llegar a ser más eficaz que la imposición por los métodos duros. De modo que si durante el III Reich, al judío se le aislaba en guetos, se lo forzaba a trabajar en canteras, para ser finalmente sacrificado cuando su fuerza de trabajo hubiera menguado; hoy en día un temporero ilegal, pongamos que subsahariano, podrá ser visto a ojos necios como alguien que ha elegido montarse a una patera, aun a riesgo de perecer por hipotermia o ahogo, que por propia voluntad ha construido junto al resto de sus paisanos en el exilio un gueto en el que aislarse, y que de buena gana se partirá los cuernos de sol a sol, debido seguramente a lo desmesurado de su avaricia. Y al que, exprimido hasta el agotamiento, no será necesario sacrificar, ya que allí donde haya disminuido su capacidad de trabajo físico, lo que no habrá mermado será su avidez para el consumo.
Sin llegar al extremo de los casos más desesperados, con el fin de eludir un tono plañidero que únicamente sirve para acallar la mala conciencia de tanto buen samaritano, sólo quien hiciera una lectura superficial podría referirse a la mayoría de inmigrantes como gentes que han hecho una “elección” en el sentido fuerte del término. Ya que más allá de los matices que hacen a cada caso en concreto, la inmigración como fenómeno masivo está sobredeterminada por las condiciones impuestas por la deslocalización de la producción. Invocar la libertad de elección en un contexto tan radicalmente condicionado por factores que son ajenos al individuo, es hacer de la libertad algo que escapa a los determinantes históricos, es pasar por alto la evidencia de que la inmensa mayoría de los inmigrantes son en la práctica refugiados económicos. De ahí que solo parezca pertinente referirnos a sus desplazamientos como elecciones condicionadas, tratándose de los desterrados por los desmanes de las incursiones neocoloniales del capital. Lo perverso es cómo la violencia del mercado nos ha ido cercando, aunque la encerrona en este caso haya adoptado la forma de un exilio que en muchos casos se ha vuelto perpetuo. Quizás la palabra más apropiada para nombrar a estas poblaciones itinerantes sea bandadas, aunque los procesos migratorios de los últimos años han cambiado en parte de signo, ya no se viene a ganar dinero, ahorrar y volver con un remanente a casa. Cada vez más, lo que se busca es el asentamiento definitivo, en especial cuando se trata de familias enteras.
Los éxodos, como fenómeno histórico, se alimentan de la propaganda de la oportunidad, de la tierra prometida y sobre todo, del escape de una realidad apremiante. Su germen habrá que buscarlo en el imaginario colectivo de los países natales de los emigrantes, potenciado en la actualidad por la omnipresencia de los medios de comunicación de masas -ya que las fronteras tampoco son tales para el caudal telemático que las atraviesa a su gusto y antojo-, y propiciado por la difusión de boca en boca del mito de quien ha ido y triunfado, por la promesa de que allí, al otro lado del estrecho o allende la mar, hay un mundo de opulencia -dándose un paseo por las grande superficies, quién se atrevería a negarlo-. Esto es lo que tanto dentro de los discursos oficiales, como en esa forma del embrutecimiento por el sentido común llamada opinión pública, que no es sino un trasunto de la opinión oficial, se ha denominado efecto llamada. En este contexto, el bienestar material será el señuelo presto a ser mordido por aquel que posea el coraje indispensable para aventurarse, una buena carga de fuerza de trabajo para malvender y como no, un espinazo que agachar eso sí… sin chistar. Para quienes lleven bien eso del desarraigo y estén dispuesto a ganarse con el sudor de su frente el derecho a residir, circular y sobre todo, un jornal que les garantice un cierto poder adquisitivo -que es, en efecto, la quintaesencia de esta realidad-. Con esta desesperación son muchos los que lucran: patrones de cayuco, mafias que se dedican a la exportación de sus propios paisanos, proxenetas, empresarios… todo un verdadero cártel de advenedizos de nuevo y viejo cuño.
El capitalismo produce indocumentados, y tal como todo lo que produce, los produce en exceso. Estos excedentes representan la “inversión de riesgo” que el capital asume. Ese pequeño margen de error es el que nos ha dado lugar en tanto que inmigrantes que no perdemos el culo por esta realidad de oropeles y baratijas. Somos en ese sentido, el remanente de un modelo productivo y social, en la medida en que nos revolvemos ante el almacenaje y mercantilización que se pretende hacer de nosotros. Hemos quemado las naves que debían llevarnos de vuelta, no ya a nuestra tierra, sino hacia los rediles de esta realidad. El radical desengaño que experimentamos hacia ésta, no es evidentemente patrimonio exclusivo de las poblaciones traídas hasta aquí por las exigencias del mercado global y sus caprichosas fluctuaciones, sino que es compartido por muchos autóctonos, nacidos y amontonados en los mismos barrios verticales donde hoy convivimos, que surcan el cielo raso del progreso a la vez que nos alejan de la tierra… de la suya y de la nuestra. Esta es la tragedia cotidiana que tiene lugar en la soledad de las grandes ciudades del capital, habitando la colmena, acorazados en las entrañas de ciudades elefantiásicas.
La imagen del cayuco en que los cuerpos se hacinan como el ganado rumbo al matadero, o los que a tientas se buscan para conjurar el frío, para sobrevivir las noches durmiendo al raso del Monte Gurugú, en algo se asemejan a las anatomías esqueléticas hundidas en literas o nichos, en algo evocan los pijamas a rayas y las estrellas amarillas del holocausto. De modo semejante, los linchamientos de jornaleros en El Ejido traen ecos de los pogromos de la Rusia zarista del Siglo XIX. La estética trágica del hacinamiento, es también la del trajinar incesante por los claustros burocráticos de la desesperanza, por oficinas y despachos en ministerios y consulados, la del tránsito y almacenamiento de los confinados a los centros de acogida. Es el amontonamiento de documentos y papeles en sórdidos archivos, custodiados por grises y negligentes chupatintas, aspirantes a la dignidad del engranaje mellado. Allí va a morir el afecto de la fraseología altermundialista, pertrechado de una cooperación social, en la que no podemos menos que reconocer la versión edulcorada y despolitizada de la antigua solidaridad de clase.
El funcionario será pues, la expresión más acabada de la disolución de la responsabilidad tras la cortina de humo de la jerarquía y la especialización. En una separación de funciones que sirve para evadir -ante los otros y ante sí mismos- la responsabilidad última sobre los fines a los que se sirve. Todo el conjunto de las diferentes tareas dentro del entramado burocrático-administrativo serán manifestaciones de una misma lógica ya que, independientemente del segmento del aparato estatal en el que se localicen, encarnan a su manera el mismo sistema de valores. En sus manifestaciones extremas es donde se pone en evidencia de modo más ostensible la naturaleza de una determinada organización social. ¿Qué diferencia esencial existe, después de todo, entre el burócrata que rubrica un expediente de expulsión, o niega la renovación del visado a aquel que no posea un contrato de trabajo en vigor, y su brazo armado, es decir, el policía que devuelve al inmigrante extramuros del bunker europeo? Si la verdad del grupo está en el asesino, por cada expulsión, por cada retenido en un centro de internamiento, tan responsable es el cancerbero de fronteras, como los ejecutores sonámbulos de la burocracia… cada uno de ellos ajustando diligentemente su respectiva tuerca de la cadena de montaje de la realidad. El ideal del funcionario es el policía, el que ensucia sus manos, el autómata definitivo de la obediencia debida.
Y aunque no se puede hablar del llamado “problema de la inmigración” como fenómeno aislado, tampoco parece conveniente abordarlo como si se tratase de un problema en común, ya que nuestros conflictos como inmigrantes en nada se asemejan a los de todos aquellos que sacan algún tipo de tajada con nuestra condición. Entre disponerse a abordar una temática o haber sido previamente asaltado por ella, existe un brecha insalvable para quiénes pretendan algún tipo de objetividad o equidistancia y se hagan ilusiones respecto al acercamiento de dos experiencias tan difícilmente reconciliables cómo lo son la del empresario y su explotado, la del científico social y el objeto de su estudio, la del filántropo y su apadrinado, indiferentes a la radical diferencia -y oposición- de sus intereses. Resolviéndose sin solución de continuidad, en la enésima solicitud de la gracia de los organismos públicos y la caridad parainstitucional, lo que equivale a degradarnos una vez más a la posición de protegidos. Para nosotros, las lágrimas de cocodrilo vertidas en nuestro nombre representan un modo especialmente perverso del oprobio. No pedimos tolerancia alguna e incluso la rehusamos, la tolerancia es la mirada indulgente que se prodiga hacia aquello que no se respeta, ya que se considera de hecho inferior.
Este tipo de reclamos representan la puesta al día de las antiguas “conquistas sindicales”, con la diferencia que donde aquellas eran el fruto de las luchas sociales, enmarcadas en el contexto de un proyecto histórico, estas se contentan con unos papeles, que no son más que la igualación de los derechos civiles para los inmigrantes, haciendo suya la máxima aquella de que el que no llora no mama. Este es el contexto dentro del cual la regularización adquiere un valor simbólico de amnistía, de perdón y reconciliación por parte de las instituciones. El programa ciudadanista no hace de hecho otra cosa que peticionar incansablemente por una mayor intervención estatal, más regulación sobre un capital mundializado y ofrecer como única alternativa a este, el retorno al viejo capital nacional. Dicho de otra manera, encomendarse a la búsqueda del capitalismo bueno y de una globalización más justa. En cuanto a la administración, la política de concesiones estatales, heredada en parte de las antiguas políticas asistencialistas de las doctrinas totalitarias, será un inmejorable dispositivo desmovilizador, condenando a los proyectos autónomos al aislamiento y la impotencia política. Por todo esto, y aunque en lo inmediato sean deseables e incluso necesarias, vistas desde una perspectiva política, las reivindicaciones por el reconocimiento institucional nos resultan limitadas y limitantes, ya que en última instancia lo que hacen es hipotecar el horizonte de su lucha a unos estados vicarios del mercado. De ahí nuestros reparos a la hora de asumir los »papeles para todos» como programa político.
No alcanza con recitar acríticamente los ya típicos eslóganes de los movimientos antiglobalización, como aquel tan manido y biensonante de »globalizar la resistencia». Condenar la mundialización de los mercados, la concentración de capitales por parte de las corporaciones multinacionales, la injerencia en asuntos de política internacional de los organismos financieros, e incluso la servidumbre de los estados frente a estos, resulta del todo insuficiente si la crítica no alcanza al sistema de producción industrial mismo. A la devastación ambiental y social que implica e, hilando aun más fino, a los presupuestos ideológicos que le sustentan. Es decir, al aceite que engrasa las junturas y ruedecillas dentadas, ya no sólo del aparato productivo tecnológico-industrial, sino también de la maquinaria consagrada a la reproducción social. En relación a la exportación del modelo tecnocientífico a las nuevas sedes de la industria en los países »en vías de desarrollo», esta se ha hecho una vez más, bajo la argucia de la cooperación para el desarrollo y las campañas de ayuda al Tercer Mundo, es decir mediante la concesión de microcréditos que sirven para crear más y más industria, lo que termina por agudizar la dependencia de estos países.
En este sentido, el más peligroso de nuestros enemigos no es tanto el fascismo de pura cepa, que aunque existente y preocupante, se trata de un fenómeno en cierta medida residual (más allá de sus cíclicos rebrotes). Mientras que los siempre amables apologetas del »desarrollo», el mismo que nos es ofrecido como la panacea contra la pobreza estructural de nuestros convenientemente subdesarrollados países de origen, representan desde nuestro punto de vista la más sutil, y por ende la más peligrosa de cuantas amenazas nos acechan. Ya que contrariamente a lo que se puede decir de los fascismos decimonónicos, la variante industrial del totalitarismo encarna un sector en plena expansión. En este sentido también, tanto izquierdistas como ciudadanistas se muestran, en su incapacidad para poner en tela de juicio las relaciones productivas en sí mismas, como lo que realmente son: el ala »crítica» de los modernizadores de esta realidad.
La libertad de movimientos transfronterizos, o la cantinela en pos de »papeles para todos» misma, adquieren en este estado de cosas un valor meramente defensivo, siendo sintomáticas de la incapacidad para pensar las relaciones sociales y económicas en su totalidad. Frente a la dificultad para articular un proyecto autónomo como inmigrantes, esto es, desde la precariedad jurídica, tanto individual como colectiva -encarnada por la vulneración del derecho de reunión para los ilegales-, la lucha por los papeles será el intento desesperado de salvar las últimas reservas del derecho, es decir por el reconocimiento de la »personalidad jurídica». Y como tal, aunque necesaria, no puede ser más que un momento previo a la construcción de proyecto, y nunca proyecto en sí misma. Cuando todo el programa se agota en la exigencia -en los casos de mayor radicalidad- de los papeles, esta posibilidad (la de crear potencia política, es decir la posibilidad del proyecto) se ve interrumpida antes de su nacimiento, teniendo en su propia proclama también el límite de sus aspiraciones, su techo. La naturaleza eminentemente defensiva de estas consignas no implica que no puedan dar lugar a conflictos y luchas que en sus derroteros se radicalicen, y a discursos que trasciendan de la reivindicación por lo particular, como ser la mejora de condiciones laborales para los inmigrantes, al cuestionamiento de las relaciones sociales en su complejidad.
En cualquier caso, no vamos a ser nosotros quienes juzguemos a aquel que para regularizar su situación se acoja a pactos, convenios, tratados internacionales y demás hierbas (entre las que también se cuentan las picarescas, los modos de regularización que de un modo u otro implican un fraude a las instituciones). Todos los inmigrantes hemos pasado o pasaremos por alguna de estas instancias. No obstante, esto no nos impide hacer algunos apuntes sobre los medios dispuestos por las instituciones para estos fines, y más en particular, acerca de las »alternativas» propuestas por los movimientos antiglobalización, ciudadanistas o como se los quiera nombrar. Aquí la experiencia se desdobla entre los derroteros individuales, marcados por las urgencias de la subsistencia, y la experiencia que de algún modo se proyecta hacia lo colectivo. La grieta que separa ambos momentos no es ni mucho menos anecdótica, sino que se trata de la misma que señaláramos anteriormente en relación a la clase, y que a su vez representa el corazón mismo del proceso de descomposición social al que hoy asistimos. Ser capaces de reconciliar la experiencia individual con el proyecto político será el primer paso a dar a la hora de plantearnos romper con el aislamiento, la amnesia y la impotencia en la que nos sumen, aquella donde todo se dirime en la esfera de lo particular, y la realidad es experimentada como un fárrago de anécdotas inconexas, e incapaces de acumularse adquiriendo un significado político.
Procurarse una mínima estabilidad, por frágil que esta sea, resulta indispensable para no encomendarse inerme a la administración, quedando completamente a su merced. Dicho de otra manera, intentar atenuar al menos en parte la vulnerabilidad de la que se es presa, partiendo de que estas “seguridades” no son sino meras concesiones, no debe confundirse con creer que estas migajas sean de modo alguno defendibles a título de proyecto político. Ya que en sí mismas no hacen más que legitimar la gestión estatal de nuestra existencia, la que a su vez es la negación en la práctica de la autonomía individual, como así de la construcción de lo común (no confundir con lo público, que es precisamente el nombre que recibe la gestión estatal de lo social). Las reivindicaciones ciudadanistas sin ir más lejos, por su propia naturaleza y con mejores o peores modales, no pueden pasar del lloriqueo por el beneplácito de las instituciones. Recelar de la dispensa del Estado y con ella de su tutela, es dar el paso del mero pataleo hacia la unilateralidad.
VII
Y el resentimiento se hizo conciencia
“Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
Qué haré con el miedo”
Alejandra Pizarnik.
Estas nociones han sido las herramientas que han ido engordando nuestro macuto durante los últimos años, y de las que nos hemos servido para atravesar la propia experiencia como indocumentados. Lo que aquí intentamos es ponerlas en común para que puedan ser utilizadas por aquellos a los que toque calzar nuestros mismos zapatos. A cualquier inmigrante poseedor de un cierto espíritu crítico, le resultará dificultoso volver al redil sin más, puesto que con o sin papeles, en muchos de nosotros el desprecio ha hecho mella, dejándonos a modo de secuela este sordo resentimiento hacia una realidad que nos convierte en sus títeres, que ora nos lisonjea, ora nos destierra, siendo su definición de “gestión” la de dosificar los flujos migratorios en función de las demandas del mercado. El “turismo” por las intemperies de lo social que representa la ilegalidad, como experiencia extrema y en este sentido de pasaje, nos ha obligado a repensar los términos de muchas de las relaciones dadas, que han adquirido carta de estado natural. De modo que cada vez que actuamos en complicidad con el Estado, legitimamos y ayudamos a conservar un orden dentro del cual el privilegio a circular es concedido en forma de dispensa por su administración, siempre a expensas del mercado.
Así las cosas, asumir la necesidad de regularización para los sin papeles, pero sin reivindicarla como fin en sí mismo, será dar cuenta de las contradicciones propias de nuestra posición. Una vez resuelta la papeleta, no son pocos los que se reinsertan a la vida social con la ligereza de quien ha expiado sus culpas… como si nada hubiera pasado. Olvidando selectiva e interesadamente sus propios periplos a través de la ilegalidad, es decir, el que hasta ese momento era el pan suyo de cada día, se muestran indiferentes a la suerte que corran todos aquellos que continúan en ese limbo que es la indocumentación. Integrándose sin más, al mismo orden social que engendra tan aberrante situación, hacen tabla rasa con su propia historia, y terminan por sumirse en la amnesia de un presente perpetuo que les exime de responsabilidades. Frente a esto, una estrategia que no se clausure sobre lo individual, ni rinda pleitesía a cualquiera de las diferentes instancias de la dominación, habrá de rechazar el padrinazgo de todos estos democratizadores de la explotación (que es exactamente aquello en lo que su voluntad recuperadora convierte a tanto posmoderno biempensante), tal como los movimientos obreros más lúcidos de antaño supieron repudiar la instrumentalización de unos sindicatos que veían en ellos la fuerza de choque para sus negociaciones con el Estado. Para luego, al otro lado del umbral de cualquier tutelaje, encontrarnos al fin con nuestros pares, con quienes hemos de crear las formas que nos permitan relacionarnos al margen de toda mediación, partiendo de la certeza de que la comunicación directa es lo opuesto de mendigar los favores de cualquier organismo, gubernamental o no, de que la comunicación real es el medio que una vez conquistado se vuelve un fin en sí mismo.
Tener memoria y ser capaz de articular la rapiña y el empobrecimiento de nuestra tierra, con los propios avatares como desplazados; la explotación y segregación de la que se es objeto, con el desarrollo de un modelo político, económico y productivo; será el punto de partida para posicionarse resueltamente al otro lado del redil de los que comulgan con esta realidad. La única lucha real que se puede librar contra la ilegalidad, será la que presente oposición al mundo que la produce desde sus cimientos. De cara a la invisibilidad que la indocumentación trae consigo, la mejor manera de hacerse fuerte será compartiendo nuestras experiencias y colectivizándolas, tomando al fin la voz en primera persona… a ser posible del plural. Esta es la modesta pedrada que pretendemos arrojar con este texto, con esta bandada de pensamientos desordenados pero con un sentido, con un destino común, y con la esperanza de que a esta le sobrevengan otras cada vez más certeras. Restableciendo la memoria de nuestra historia, y extrayendo de esta nuestros enemigos y también las estrategias para mejor combatirlos. Como individuos, pero también de modo colectivo, hemos de encontrar nuestro lugar en los desórdenes que vendrán, porque por cierto que se avecinan tiempos peores y no sólo para los inmigrantes. Implicarse en los otros procesos de lucha abiertos, que aspiren a trastocar las relaciones sociales en su totalidad, y los que a su vez tendrán necesariamente que contar con los inmigrantes de primera, segunda, o de la generación que sea, si lo que se cuestiona es esta realidad en su conjunto, del que formamos parte de manera ya irreversible.
La situación del inmigrante en lucha contra el embauco de lo que se entiende por integración, es la paradoja fundante de nuestra conciencia histórica. Es la experiencia de aquel que pugna por el reconocimiento de organismos que de hecho desprecia, ya que aún a sabiendas de que los papeles son apenas una concesión de las mismas instituciones que nos han colocado en esta posición, y aunque el resentimiento tras las malandanzas a que éstas nos han abocado nos mueva a oponérnosles, tampoco resulta deseable perpetuarse en la completa indefensión que implica la ilegalidad. Pero esto no es un alegato para que nos dejen volver al rebaño, nuestro resentimiento ha sido el germen de una conciencia histórica, que como toda toma de conciencia se funda en una sinrazón, es decir, en el colapso de algún tipo de razón, en su desbordamiento. Por eso las tiritas de la caridad no son más que los apaños provisionales de una «mala conciencia» que no pone en cuestión a la razón de la explotación, sino que tienen lugar dentro de ella, y en última instancia, la apuntala.
Somos pues, inmigrantes que odiamos nuestra condición, pero no renegamos de ella, puesto que no renegamos de lo que somos, sino que despreciamos aquello en lo que se pretende convertirnos. Como inmigrantes, rehusamos ser absorbidos e industrializados, funcionando a modo de válvula de escape para regular y equilibrar las tensiones internas propias de estas democracias, ya que por algún lado han de liberarse. Odiamos una realidad que nos reduce a objeto de explotación o filantropía, lo mismo da, ya que en ambas situaciones se extraen beneficios a costillas nuestra. Cuando la marginación es un producto social que sirve de cohesionador, cuando se utiliza para aglutinar y generar consenso, entonces es que comienza a producir una suerte de plusvalía social, análoga al beneficio económico que genera. Esta es la concreción del ideal de estas democracias, la movilización total y totalitaria de vidas y conciencias. Cansados de ser las cobayas del capital, de las leyes de mercado y de sus muchos mercenarios, nuestra conciencia es la flor de un resentimiento, el mismo que nos impide hacer tabla rasa, borrón y cuenta nueva con una realidad que nos ha dejado sus espinas encarnadas. Más allá del NIE, con o sin papeles, ya nunca volveremos al redil.
Cardelius Barbata
Cabecitanegra Austral
1 El Convenio Schengen, firmado el 19 de junio de 1990 establece la libre circulación de mercancías, capitales y personas, suprimiendo los controles fronterizos entre los países colindantes, al mismo tiempo que prevé la intensificación de la militarización de las fronteras exteriores de los países contratantes. Respecto a los »extranjeros» (es decir, a los extracomunitarios), el convenio determina el marco legal que regirá el ingreso regular y los desplazamientos estableciendo una serie de requisitos altamente restrictivos. «presentar, en su caso, los documentos que justifiquen el objeto y las condiciones de la estancia prevista y disponer de medios adecuados de subsistencia, tanto para el período de estancia previsto como para el regreso al país de procedencia o el tránsito hacia un tercer Estado en el que su admisión esté garantizada, o estar en condiciones de obtener legalmente dichos medios; además, el extranjero no debe estar incluido en la lista de no admisibles». Así, el convenio legisla también la sospecha, institucionaliza la presunción de culpabilidad de los extranjeros, por el sólo hecho de serlo. »…el control de las personas incluirá no solo la comprobación de los documentos de viaje y de las restantes condiciones de entrada, de residencia, de trabajo y de salida, sino también la investigación y la prevención de riesgos para la seguridad nacional y el orden público de las Partes contratantes». Todas las informaciones recabadas sobre los extranjeros se centralizarán en una base de datos común, previendo también la persecución de una persona más allá de las fronteras de un Estado hacia el territorio de otra de las partes contratantes. Dentro de esta lógica se considera al extranjero como alguien ante quien hay que adoptar una serie de »prevenciones», estableciendo unos parámetros legales diferentes a los que se aplican a los residentes. Todos estos prejuicios son los que dan lugar a que se hable de “racismo de estado” (europeo, en este caso) al hacer referencia al marco legal que establece el convenio. Para nosotros se trata esencialmente y ante todo, de otro de los muchos dispositivos de control social que pesan sobre la población, con la particularidad de asociar, casi «naturalmente», inmigración con narcotráfico y terrorismo.
2 “…el PP dio papeles a 480.000 personas en tres procesos; el PSOE hizo una sola regularización –vinculada por primera vez a la posesión de un contrato de trabajo- a la que se acogieron casi 600.000 inmigrantes.” (El País 10/02/08). Según cifras de la Unión Europea, en la actualidad (albores del 2009) residen en Europa de manera irregular aproximadamente 8 millones de personas. Entre ellos “los inmigrantes españoles proceden de una veintena de países. Marruecos (casi el 12% de los 4,5 millones de inmigrantes), Rumania (9,5%), Ecuador (8,2%), Colombia (6,6%) y Reino Unido (6%) son los principales. Los otros grupos en los que los investigadores han repartido a la población según su origen son los países andinos (Bolivia, Ecuador, Perú y Colombia), el resto de los latinoamericanos, africanos y otros (este de Europa y asiáticos).” ( El País 29/09/08).
3 Cuando Tony Negri caracteriza al inmigrante, dotándolo de “una movilidad, una plasticidad que le permiten insertarse en todo momento en la inmaterialidad de los flujo productivos” (El Exilio) no hace más que otra contorsión en su afán de hacer pasar a la realidad por su aro teórico, aunque en el camino deba sacrificar un poco de veracidad. De igual modo que, cuando interpreta el Papiers pour tous! que ondeaba en las banderas del movimiento de sans papiers de 1996, que para él significaba “que todos deberían tener derechos plenos de ciudadanía en el lugar donde viven y trabajan” (Imperio), pierde en la “traducción” gran parte de la radicalidad de una exigencia que, por una vez, no se amparaba en los criterios de la racionalidad económica. Su interpretación es, para ser más precisos, una “corrección” de la consigna que le permitirá arroparla con el traje de sus elucubraciones teóricas. Como él mismo termina reconociendo “Esta no es una demanda utópica o poco realista. Sencillamente implica que se reforme la condición jurídica de la población al ritmo de las transformaciones económicas de los últimos diez años. El capital mismo demandó la creciente movilidad de la fuerza laboral y las continuas migraciones a través de las fronteras nacionales (…) De ahí que la demanda política sea que se reconozca jurídicamente la realidad existente de la producción capitalista y que se otorgue a todos los trabajadores el pleno derecho de la ciudadanía. En efecto, esta demanda política insiste en afirmar en la posmodernidad el principio constitucional moderno fundamental que vincula el derecho y el trabajo y así recompensa con la ciudadanía al obrero que crea capital” (Imperio)
4 Un contrato similar se halla en vigor actualmente en Francia, y fue parte en su momento del boceto previo al Pacto Europeo de Inmigración y Asilo propugnado por el ministro francés de inmigración Brice Hortefeux (aunque este artículo en concreto resultara descartado in extremis de la versión definitiva del Pacto, aprobada a mediados de octubre de 2008 en Bruselas) junto a las propuestas, estas sí aprobadas, de coordinación para el fortalecimiento de las fronteras, de implementar las regularizaciones estudiando «caso por caso» y en consecuencia, prohibiendo las campañas de regularización masivas. Este modelo de regularización se instrumentalizaría atendiendo a las necesidades de la bolsa de empleo propia de cada país, e introduciendo una «Tarjeta Azul» para los diplomados extranjeros más cualificados, siempre bajo la condición de no «perjudicar» al resto de los veintisiete estados contratantes.
5 Entre las medidas que la crisis financiera ha traído consigo y que afectan de modo directo al estatuto de los inmigrantes destaca la llamada “Directiva de Retorno”. Aprobada a mediados de junio de 2008 por el Parlamento Europeo, establece un período de entre 7 y 30 días para el retorno voluntario una vez emitida la orden de expulsión. Si el inmigrante rechaza la repatriación o se considera que existe «riesgo de fuga», se le podrá retener por un período máximo de internamiento de 6 meses, prorrogable hasta los 18 meses en caso de «falta de cooperación» por parte del inmigrante para su repatriación o dificultades en el proceso (varios países europeos no tienen actualmente límites temporales para el internamiento de inmigrantes; a los que, como España, cuentan con períodos inferiores no se les obliga, en principio, a ampliarlos). Una vez expulsados no podrán volver a suelo europeo en cinco años. Los menores de edad no acompañados podrán ser repatriados
6 El único motivo por el que traemos a cuento la Declaración Universal de los Derechos Humanos es con el fin de señalarla como el lavado de cara llevado a cabo por los mismos estados responsables de una de las más grandes abyecciones de la historia, siendo firmada al término de la Segunda Guerra Mundial, con las manos manchadas de sangre y aun trémulas, tanto por los Aliados como por los países del Eje (exceptuando las ocho abstenciones de la Unión Soviética, países de Europa del Este, Arabia Saudí y Sudáfrica). En la actualidad la cosa no es tan diferente, si se tiene en cuenta el modo en que sus treinta artículos son invocados sin sonrojo, a modo de declaración de «buenas intenciones”, por los mismos estados que los violan sistemáticamente, y que el árbitro de su cumplimiento es la ONU, es comprensible pues, que ésta no nos merezca mayores alabanzas.
7 A día de hoy existen en España diez Centros de Internamiento de Extranjeros en Valencia, Murcia, Barcelona, Málaga, Algeciras, Madrid, Tenerife, Gran Canaria, Fuerteventura y Lanzarote. Estos centros han sido objeto de reiteradas denuncias sobre abusos, vejaciones y malos tratos. En ellos los indocumentados pueden ser retenidos por un plazo de hasta 40 días a la espera de la orden de deportación, transcurrido este tiempo las autoridades deben dejarles en libertad. En la actualidad está en estudio una nueva reforma de la Ley de Extranjería que, entre otras cosas, prevé ampliar este período hasta los 60 días -que se podrían prorrogar aun otros 10 días si el trámite se dilata más de la cuenta y el juez lo autoriza-. Además de la mencionada, otra de las medidas que está siendo estudiada por los organismos consultivos, sería la restitución de los derechos de asociación, sindicación, huelga, reunión, y manifestación, que ya han sido aprobados por el Tribunal Constitucional en sentencia de noviembre del 2007.
8 A partir de los estudios lingüísticos de Sir William Jones que en 1786 señalara las similitudes entre el sánscrito, el griego, el latín y los antiguos gótico y céltico, se abrirán las puertas para que el Indoeuropeo sea asumido como el origen de todos los idiomas civilizados, es decir, autodenominados superiores. La supuesta preeminencia de esta lengua es recogida por Georges Cuvier, que hará evolucionar el estudio de las lenguas, en descripción de las razas. El indoeuropeo pasa de ser considerada la más perfecta expresión lingüísticas, a ser el nombre que reciben los más perfectos de los humanos. Y entre ellos, los arios serán considerados como el elemento puro de la raza blanca. A Max Muller debemos la instalación definitiva de la idea de ario en el mundo científico, a raíz de una serie de conferencias que dictara entre 1859 y 1861. Por su parte, Joseph Arthur de Gobineau se convierte a partir de su tristemente célebre Ensayo sobre la desigualdad de las razas, en unos de los principales propagandistas de la filosofía del racismo, la que se vería reforzada por el prestigioso biólogo Ernst Haekel que en su Historia de la creación de los seres organizados según las leyes naturales y bajo la estela del pensamiento darwiniano, se propuso organizar jerárquicamente las razas humanas de acuerdo a su lugar en la evolución, partiendo de los negros, a los que consideraba próximos a los monos, hasta la que se consideraba la más evolucionada de las razas, los Indo-germanos, entre los que se contaban los alemanes, anglosajones y escandinavos. Con esto, se termina de dar credibilidad «científica» a lo que ya se hallaba ampliamente divulgado entre las habladurías populares. El discípulo de Gobineau y autor de Fundamentos del Siglo XIX, Houston Steward Chamberlain, ve en la raza el determinante histórico para el estado de progreso en que se encuentra cada pueblo. De allí extrae los fundamentos para los cruces calculados, que buscan el «perfeccionamiento de la raza» o conservar la »pureza de la sangre». Echando raíces sobre el terreno que había sido previamente abonado por Sir Francis Galton, también bajo la influencia de su primo Charles Darwin (más exactamente, de lo que se diera en llamar «Darwinismo Social»), y sentando las bases del eugenismo. El resto es historia conocida
9 » …en la Grecia clásica el metoikos designaba a un habitante de otra ciudad-Estado que se instala en Atenas. De hecho, metoikos procede de metoikion, que designaba el impuesto pagado por los forasteros cuando se domiciliaban en otra ciudad-Estado. El meteco era el más privilegiado, frente al xenoi o extranjero (de aquí viene la palabra xenofobia, «el que tiene fobia a los xenoi») y al douloi o esclavo.» Zapata-Barrero, Ricard. 2004.
10 «Pese a la desproporcionada atención que les prestan los medios de comunicación, el peso estadístico de los que llegan en frágiles embarcaciones (pateras, cayucos) es casi despreciable (representan menos del 1% del total)», indican los investigadores. La mayoría llega en avión, seguidos de los que usan la carretera.” (El País 29/09/08)