Aviso para la proxima demolición del nuevo teatro Olimpia

Grupo Surrealista de Madrid

Ni en el orden del urbanismo ni en el de ningún otro, nada bueno puede venir de las alturas burocráticas donde moran nuestros amos. Al vaciamiento y desecación acelerados de Madrid, a la destrucción del tejido humano y del medio natural circundante, ocupadas por la metástasis inmobiliaria y la concentración disparatada e irracional de hombres y recursos económicos, se une ahora la puntilla especulativa de unas Olimpiadas con las que se quiere distraer a una ciudad que ya no tiene fuerzas ni para lamerse las heridas y que no está para ninguna fiesta, y menos las que organiza el capital, donde sólo seremos criados, espectadores y, finalmente, pagadores.

Esta sencilla verdad se comprueba también a escala de cualquier barrio. Por ejemplo, dejemos por una vez aparte las operaciones cosméticas de la «reforma» de Lavapiés, de la extinción acelerada de sus vecinos más antiguos y pobres, de la voladura controlada de la misma convivencia mediante la manipulación y exacerbación de las tensiones étnicas y sociales, de su museificación y reificación como mercancía de consumo para la supuesta élite seudomestiza y joven pero sobradamente cualificada. Fijémonos ahora en ese espanto de cemento y cristal que es la remodelación de la Sala Olimpia, en el mismísimo corazón ya vacilante de un barrio medio muerto pero al que había que asestarle una última puñalada de asco y miedo, de lujo y cultura.

Cuando hace algunos años se derribó la vieja Sala Olimpia y se anunció que se construiría otro teatro en su lugar, muchos imaginamos, y con toda la razón conociendo como conocemos las maniobras de la economía, que la especulación bien podría levantar una cárcel, un manicomio, una macrocomisaría, un tanatorio, una fábrica high-tech, un aparcamiento de varios pisos, un bloque de oficinas. Y en cierta manera así ha sido, porque a todas esas figuras de la alienación y a algunas más se parece ese flamante retoño de la peor arquitectura totalitaria que llaman «la reconstrucción del Teatro Olimpia». Como dice el mismísimo director del Centro Dramático Nacional, «los hechos acaban imponiéndose y cualquiera que pase por la plaza de Lavapiés puede comprobar por sí mismo la realidad del edificio que sustituye a las antiguas y deficientes instalaciones». En efecto, y el que hoy no se puedan encontrar diferencias exteriores entre los edificios que levanta el capital, porque todos ellos se fundan en la misma desertización económica, psicológica y afectiva, no es sino un signo más de hasta qué punto la miseria y el vacío se han globalizado en todos los rincones del planeta, en todas las esferas de la vida. Esta concentración del horror homologado tan sólo puede generar formas idénticas y esterilizadas, y tal identidad no es sino el reflejo de la esterilización de la vida a manos de la economía y de la caída inminente del simulacro de civilización que esta segrega.

Se ha dicho que la dominación burguesa es la única en la Historia que ha sido incapaz de desarrollar una verdadera cultura propia, alimentándose de los despojos del pasado y de las energías del futuro que tan bien sabe vampirizar, recuperando lo que aún está vivo para vender muerte. Pues bien, este edificio es la prueba palpable de la verdad de esta afirmación, y de su aceleración desbocada, pues sólo sabe fiar su «belleza» o bien, durante el día, al reflejo en sus repugnantes cristaleras de la arquitectura tradicional madrileña que lo circunda, o bien, durante la noche, como se ufanan sus mismos arquitectos, convirtiendo «las cajas de hormigón en prismas de luz» mediante «los frentes acristalados», que permiten «ver desde la plaza el movimiento del interior del teatro»: Copia y espectáculo, parodia y pasividad. Es esta estética especular la que no puede esconder ni ocultar que tras su espejismo sólo hay humo, vacío, mentira. Pero a la ignominia del vidrio totalitario se ha añadido la militarización del hormigón armado, pues qué son esos paredones que «reconstruyen volumétricamente la manzana» sino un obsceno remedo de un búnker, de una trinchera, del muro de Cisjordania, materialización monolítica en el espacio físico del poder despótico y de las relaciones sociales que crea.

Pero toda agresión enemiga se vale de nuestra debilidad, o de la convicción que el poder tiene de esa debilidad. En este sentido, una «insigne» arquitecta se alegraba de la, según ella (y desgraciadamente no anda desencaminada), desintegración del barrio de Lavapiés como tal barrio, degradado a una amalgama amorfa de vecinos «indígenas» en vías de extinción, y de inmigrantes desarraigados, pues así, al no haber memoria y conciencia de comunidad histórica con señas de identidad propias, se podía más fácilmente «intervenir con proyectos vanguardistas que en otros barrios» -léase barrios burgueses- «serían rechazados». Así al crimen se une el insulto. Porque todavía algunos recordamos cómo era esta ciudad, y lo que pudo ser y no le permitieron ser; porque esos inmigrantes tampoco son esas piezas anónimas, amnésicas e intercambiables que desearía la economía, y con ellos traen el recuerdo de otra arquitectura, otras ciudades, otros pueblos y aldeas; y porque, en definitiva, en la ciudad las viejas paredes hablan y cuentan una historia, muy distinta de la historia oficial, que hasta el último en llegar puede oír y entender a poco que preste oídos.

Es reconociéndonos en este hilo rojo de la memoria que podemos constatar una obviedad: este edificio es un horror y como tal será tratado. No le deseamos otro futuro que acabar como las Escuelas Pías de San Fernando, a las que ninguna hipócrita restauración hará olvidar su glorioso final.

Ningún especialista, ningún profesor de Bellas Artes, ningún crítico de arquitectura logrará convencernos de lo contrario. El discurso del prestigio culturalista, de la autoridad intelectual sobre el populacho inculto e insensato, ha dejado de tener sentido para todos nosotros. Sólo nos fiaremos de nuestro gusto y de nuestro deseo, que coincide plenamente con el saludable juicio estético de las calles: lo que es un mamotreto, es un mamotreto; lo que es una mamarrachada, es una mamarrachada; lo que es ideología del poder y afirmación física de su totalitarismo en medio del espacio donde se desenvuelven nuestras vidas, es simplemente eso: ideología y totalitarismo. Es claro que este teatro está pensado para despreciar y humillar la sensibilidad, la visión, la psicología de la gente que vive a su lado y de la gente que lo utilizará.

Por lo tanto, este teatro de la ignominia ha cumplido su tiempo desde antes de ser inaugurado. Nada bueno podemos esperar tampoco de su funcionamiento, si hacemos caso a lo que dicen sus patrocinadores que afirman impúdicamente que «el edificio pretende proyectar la imagen de vanguardia acorde con el programa cultural que el nuevo Teatro Olimpia desarrollará». Nada podremos hacer con él tampoco en un futuro liberado del capitalismo y del Estado. Como las centrales nucleares, las autopistas, los aeropuertos, los estadios deportivos, los grandes almacenes y megacentros de ocio dirigido, la agricultura industrial, los campos de minas y la inmensa mayoría de los frutos de la tecnociencia, tal aberración arquitectónica es insalvable, irrecuperable e inutilizable para la verdadera vida.

La magnífica silueta espectral de la Torre Windsor nos ha dado ya la medida exacta de la calidad de las obras del capitalismo, y de la suerte que le está reservada tanto a ellas como al mundo abyecto que las ha creado.

Tan sólo se trata de decidir si queremos esperar a que ese viejo mundo se derrumbe encima de nosotros, y perecer con él bajo sus cascotes, o desmontarlo y suprimirlo antes de que sea demasiado tarde.

Ningún otro debate, ninguna otra acción pueden ya apasionarnos sino estos.

GRUPO SURREALISTA DE MADRID