El Huracán de la Gran Transformación

Ramón Germinal

Hace treinta años eramos más jóvenes. Con el ardor de la sangre moza participamos en la segunda tentativa de asaltar los cielos en el siglo XX. Nos movíamos en el área autónoma italiana, en el “otro” movimiento obrero alemán, en las iniciativas del Post-68 francés, en la insurgencia social de la Portugal de los claveles y en los movimientos asamblearios de los barrios, fábricas y ciudades españolas. El asalto proletario recorría palmo a palmo los rincones de la vieja Europa con la pasión incendiaria de la autonomía y la libertad. Y fuimos derrotados.
Años de plomo, de revoluciones neoliberales y globalizaciones: tres décadas que han pasado como un huracán por el territorio de las relaciones sociales; tiempo en el que se han traspasado umbrales irreversibles en el mundo físico. Un mundo con más guerras, precariedades y pobreza, con más residuos tóxicos y nucleares, donde la avanzadilla del Progreso es la diabólica ingeniería genética. Este es el mundo desolador con el que se encuentran las nuevas generaciones. Se presenta ante los ojos de los seres humanos como un fenómeno
positivo de la evolución tecnológica o, en el peor de los casos, como si un accidente de la Naturaleza se tratara. Sin duda alguna, la imagen de este mundo, para los que intentamos cambiarlo, es la del paisaje después de la batalla. Desarmado el movimiento obrero asistimos a la denominada Gran Transformación: “al conjunto de procesos económicos, sociales y políticos que han tenido lugar enwww estos últimos treinta años y cuyo resultado es la pérdida de la centralidad obrera, es decir, la desarticulación de la clase trabajadora en tanto que sujeto político”.
Para reflexionar sobre los cambios acaecidos en la política y en la cultura emancipatoria, tras el último ciclo de luchas sociales, conviene volver sobre los pasos de la historia cercana, tener en cuenta el pasaje inacabado de la Gran Transformación hasta el día de hoy. Así podremos arrancar respuestas a los interrogantes que se abren sobre la falta de legitimidad de la democracia en los tiempos que corren, sobre el poder y la participación social, acerca de las alternativas posibles, y ahondar sobre la paradoja que supone el incremento del malestar social y los resultados electorales.

I

En la primera mitad de los años sesenta -del siglo pasado- sólo conocíamos dos movimientos: el Movimiento Nacional franquista y el movimiento obrero. Uno con la prepotencia que dan las mayúsculas del poder y el otro con el protagonismo de la lucha social en la vida cotidiana de millones de personas, siempre en minúsculas. El Movimiento Nacional, constituido en los albores de la dictadura franquista, formó parte de la movilización social auspiciada por los fascismos europeos en el poder; luego sólo quedaría la momia y su esqueleto partidario vestido con camisa vieja. Sirva este recuerdo para desmitificar la asociación directa entre movimientos sociales y cultura emancipatoria. Hubo y hay una movilización social alentada por los poderes establecidos, fruto del miedo, pero también voluntaria, un movimiento social al que la historia del siglo XX denominó fascismo, con su escala de valores, sus mitos e ideología. Hoy, para ponernos al día, podemos llamar fascismo postmoderno a la movilización social que se parapeta en valores tales como la democracia constitucional, la seguridad, la libertad de elegir en el mercado y la fe tecnológica. Quizás haya que buscar la progresiva falta de legitimidad de la democracia, de su sistema de representación y delegación, en su deriva o conversión actual en valor ideológico de la lógica de la dominación.
El movimiento obrero era la expresión de la lucha de la clase trabajadora en acción; formaban parte de él, las organizaciones obreras, los huelguistas, los piquetes, los saboteadores, las asambleas… Cuanto más espontáneo es el movimiento, más autonomía; a mayor control de las organizaciones, mayores son las posibilidades de dependencia, como ocurrió a lo largo del siglo pasado con respecto a los sindicatos, salvo períodos excepcionales de lucha donde las asambleas y la acción permanente no dejaba espacios para la representación y la delegación. Cuando las organizaciones promotoras de movimientos sociales adquieren la función de mediadoras, entre los que sufren el malestar de lo social y los que se benefician de ello, con prebendas económicas o de mando, o se convierten en subcontratas del “mediador” legal por antonomasia, el Estado, la gente comienza a desconfiar, la legitimidad de sus representantes se resquebraja.
La acción sindical hace mucho tiempo que dejó de ser la expresión del malestar obrero para convertirse en mediadora, dedicando sus mayores esfuerzos a la negociación de múltiples acuerdos, convenios y planes. En la actualidad, la práctica sindical se limita a la representación de intereses ligados a fracciones (trabajadores fijos de grandes empresas y funcionarios públicos) de una clase trabajadora en total desarticulación. El malestar de lo social excede en mucho a la antigua clase obrera. Y por ello nacieron los nuevos movimientos sociales en la década de los setenta. Parte de la militancia derrotada en la batalla proletaria fuimos a refugiarnos en el movimiento ecologista o en otros movimientos sociales, porque vimos en ellos canales para desarrollar conflictos frente a la crisis del sistema de partidos, la institucionalización del sindicalismo y el éxito del Estado en su función pacificadora / integradora de la conflictividad social.
La puerta de entrada natural fue la lucha antinuclear, por considerar, en aquellos momentos, el tema energético y la oposición a la construcción de centrales nucleares, lo más anticapitalista del ecologismo y con mayor capacidad de movilización social. En la campaña electoral de febrero de 1979, la UCD y el PCE se mostraban abiertamente pronucleares, el PSUC y el PSOE también (pero demandaban una moratoria para el programa nuclear español). Las posiciones ecologistas del PTE y la LCR eran meramente “tácticas”, ya que las declaraciones de sus representantes en el comité nuclear mostraban con claridad que su posición antinuclear se mantendría mientras “las centrales nucleares estuvieran gestionadas por el capitalismo”. Esta era la posición mayoritaria de una izquierda comprometida con el avance tecnológico. No obstante, el movimiento ecologista nace con buen pié en el territorio dominado por el Estado español, pues en sus primeros pasos se nota la impronta de la militancia autónoma y libertaria, las lecturas de Murray Bockhin sobre el ecologismo social.
La emergencia de los nuevos movimientos sociales supuso en un principio, un desafío simbólico al anunciar otra sociedad. Recordemos que el ecologismo proponía energías alternativas y descentralizadas, sin mercantilizar (el molino de viento en cada casa o pequeña comunidad), mientras que en la década de los noventa los ecologistas pasaron a defender las energías renovables; lo mismo que en la actualidad hacen las grandes empresas eléctricas con la energía eólica, fabricada en grandes parques, trasportada por lineas de alta tensión y convertida en dinero tras pasar por el correspondiente contador. Los nuevos movimientos sociales subvirtieron en sus inicios los códigos de la intervención política, sin embargo, emprendieron un lago camino para ser reconocidos socialmente, es decir, admitidos buscando un lugar al sol institucional. Los movimientos sociales (ecologista, pacifista, etc.) se institucionalizan por su gran debilidad. Una afirmación que podemos convertir en interrogante para ahondar en la reflexión sobre la crisis del ecologismo en los últimos años que cerraron siglo y milenio. La desligitimación del sistema democrático, lo es de todas sus instituciones: partidos políticos, sindicatos, asociaciones, y ONG\’s que articulan movimientos sociales muy integrados. Nadie se salva. Para mostrar la evolución seguida por el movimiento ecologista no me resisto a reproducir parcialmente una auténtica joya: la declaración de la Asamblea de Cercedilla en 1977:

¿POR QUÉ UNA FEDERACIÓN?

“El movimiento ecologista surge como una reacción de defensa frente a las agresiones del sistema socio-económico imperante contra la naturaleza y el individuo. Sistema éste que, en su locura de industrialismo burocrático, pretende unificar y reglamentar todos los fenómenos de la vida, aún a costa de acabar con la vida misma. Pues prefiere la docilidad y tipificación que ofrece el mundo muerto de las máquinas a la riqueza y la diversidad de un mundo orgánico más difícilmente controlable. Prefiere basarse en la apropiación de unos recursos naturales ya existentes a tener que colaborar con la naturaleza en el enriquecimiento de sus frutos. A escala humana extiende sus preferencias mecanicistas imponiendo la organización jerárquica centralizada, la disciplina coercitiva y el sello burocrático frente a la autoorganización y los acuerdos libremente consentidos. Prefiere, en suma, la dependencia del robot, a la autonomía de los organismos vivos favoreciendo situaciones basadas en la agresión y no en la existencia de equilibrios autosostenidos.
Si hubiera que buscar una cualificación única para describir el carácter del movimiento ecologista, quizás la de ”autonómico” fuera la más adecuada. Ello no sólo porque defiende la autonomía, la variedad y la riqueza propias de la vida frente a la unificación y la dependencia que siembra por doquier la mano burocrática del sistema, sino porque en su configuración misma es y debe ser autonómico. La espontaneidad ha sido una constante en este movimiento. Las protestas se han puesto en marcha directamente por los afectados, sin necesidad de que ninguna instancia superior diera las órdenes. No tiene, pues, nada de extraño que las voces que se han levantado en contra de las agresiones del sistema sean tan variopintas como las agresiones mismas y como los individuos por ellas afectados”.
Veintisiete años después el ecologismo organizado tiene una legión de expertos y representantes en juntas de parques y parajes naturales, en patronatos y consejos, organismos consultivos de las administraciones públicas, que como su nombre indica, no tienen capacidad para tomar decisiones, pero es el lugar donde los representantes sociales son escuchados por el Estado, recibiendo a cambio cierto reconocimiento institucional que la gente admite como la autoridad del especialista, del mediador. Esta burocracia, informal si se quiere pero burocracia, es la que sostiene a las organizaciones ecologistas, alimentadas en buena parte por las subvenciones públicas. La autonomía y la espontaneidad se perdieron por el camino, organizando protestas virtuales o “puestas en escena” para que los comunicados salgan en los medios de información.

II

La voluntad de construir una federación de grupos ecologistas estuvo muy enraizada desde mediados de los años setenta. Ante la campaña contra el Plan Energético Nacional, los grupos ecologistas locales habían decidido unir sus esfuerzos por paralizar la construcción de centrales nucleares. En el título (¿Por qué una federación?) y en uno de los párrafos del texto aprobado en la asamblea de Cercedilla, los grupos definen el modelo organizativo a impulsar:
“Se impone, pues, una organización que haga las veces de aglutinante, que dé trabazón a este variado mosaico de grupos e individuos que componen hoy el movimiento y que sirva para reforzarlo y ampliarlo. Pero para llevar a buen fin este proyecto organizativo, debemos desterrar desde el principio esta obsesión de todos los espíritus dogmáticos y absolutos: la pasión por la uniformidad, por ellos denominada unidad, que en caso de imponerse sería la tumba cierta del movimiento ecologista”.
En la década de los ochenta, la declaración de Cercedilla estuvo presente en los diferentes intentos de construir federaciones, o en el fortalecimiento de las asociaciones ecologistas de las grandes ciudades. La defensa a ultranza de la autonomía de los grupos locales frustraron la mayor parte de los proyectos federativos, salvo los de carácter provincial, que a veces se quedaron en coordinadoras. Mientras tanto, asociaciones conservacionistas y ecologistas internacionales, ajenas al movimiento de los grupos locales, fueron captando el interés social por los problemas ecológicos a través de de costosas campañas destinadas a la afiliación. Greenpeace, una asociación con cultura empresarial, tenía decenas de miles de afiliados a principio de los años noventa. A pesar de contar con escasos socios, los grupos ecologistas locales iban en incremento de protesta en protesta. La luchas sociales contra la construcción de incineradoras, vertederos peligrosos, o cualquier instalación de tratamiento de residuos pobló el mapa de colectivos ecologistas.
En veinte años, a golpe de oleaje, el movimiento ecologista llegó a tener potencia. Primero fue la oleada antinuclear (1975-1985), después vino la mar brava de un movimiento contra incineradoras y vertederos (1986-1996), cuyo lema lo inventó el enemigo: “en mi pueblo no”, pero lo hicimos nuestro añadiéndole, “ni en mi pueblo, ni en ninguno”, lo cual desató la ira de los defensores del Progreso tachando de cavernícolas al ecologismo, equiparándolo -a mucha honra- con los ludditas destructores de máquinas en la Inglaterra de principios del siglo XIX. La lucha por el agua, contra la contaminación de los ríos, la construcción de grandes embalses y trasvases, fue la tercera oleada coincidiendo con una de los grandes sequías (1990-1995). Y en los escasos momentos de calma de aquellos años, el transporte, el urbanismo, la contaminación atmosférica, las especies en peligro y los espacios naturales fueron motivo para que pequeñas olas rompieran en luchas en las que participaron miles de personas. El movimiento era grande y los grupos organizados pequeños, esto preocupaba a demasiada gente del ecologismo. Dicha preocupación y el afán por tener miles de asociados iba a ser una de las primeras causas de la crisis del movimiento ecologista.
En la Cumbre de Río (1992) los jefes de Estado allí reunidos reconocen por primera vez el carácter mundial de la crisis ecológica: los problemas ambientales del medio urbano, el calentamiento del planeta, la deforestación, la pérdida de diversidad biológica, etc. Proponen una serie de convenios y protocolos, una agenda para la actuación y un concepto bajo el cual guiar la política ambiental del futuro: el desarrollo sostenible. Concepto que se convierte al momento en una formidable arma para el consenso social, pues una buena parte del ecologismo lo avala. Los convenios y protocolos son incumplidos, pero en las reuniones internacionales de seguimiento participa la ecocracia internacional (el lobby ecologista), y en la Agencia XXI forman parte activa -mediante el desarrollo de proyectos- la mayor parte de las asociaciones ecologistas. En aras del desarrollo sostenible se aconseja a los Estados, la participación ecologista en los órganos consultivos institucionales que tengan relación con el medio ambiente. Después de 1992, los ecologistas participan en todos los consejos asesores habidos y por haber. Esta nueva faceta de las asociaciones ecologistas colmata su capacidad de trabajo, las protestas disminuyen y se cambia el fomento del “oleaje” por los informes alternativos y las alegaciones. La asistencia a los órganos consultivos requiere de una mayor especialización y de organizaciones con un mínimo de capacidad técnica para estar presente en ellos. Un motivo más para unificar a los grupos ecologistas. La imagen pública del ecologismo llega a confundirse con las agencias de medio ambiente de las administraciones públicas. A muchos ecologista le han preguntado en un bar, en el barrio o en el campo ¿es usted de medio ambiente?.
Los efectos ambientales de la globalización económica se dejaron sentir muy pronto en la península ibérica. Con la entrada efectiva en la Comunidad Europea (1986), el litoral mediterráneo ve afianzado su vocación turística; el urbanismo desatado y las infraestructuras necesarias para alimentar y hacer evacuar al monstruo de cemento (autovías, embalses, campos de golf, canteras, líneas de alta tensión, vertederos, redes de abastecimiento y saneamiento, depuradoras, potabilizadoras, etc.) no tienen freno; están interesadas en ellas los especuladores del ladrillo, la industria turística y los Ayuntamientos, sea cual sea el partido que los gobierne, pues contribuyen decisivamente a sanear las arcas locales. Pero no sólo el turismo, la franja mediterránea y la cuenca del Guadalquivir se convierten en la gran huerta europea que ofrece cítricos, melocotones, fresas, nísperos y frutos tropicales, hortalizas de todo tipo y aceite de oliva, a costa de sobreexplotar acuíferos, incrementar las necesidades de embalses, contaminar los suelos con productos fitosanitarios y producir miles de toneladas de residuos de plástico de los invernaderos y cultivos acolchados. La huerta europea florece gracias al trabajo semiesclavo de miles de inmigrantes, pero tiene sed y reclama el trasvase del Ebro. El ecologismo en la costa mediterránea se siente impotente ante tanta destrucción, pues una cosa son las simpatías que pueda despertar lo “verde” y otra, el jugar con las cosas de comer.
De impotencia podemos calificar también el sentimiento ecologista ante los efectos de la globalización en general. El incremento de los sistemas de transportes (redes transeuropeas por ejemplo), de la producción y consumo de energía, de la generación de residuos, abren una serie de luchas ecologistas, unas más importantes que otras, que acaban en fracasos: construcción de cinturones de circunvalación de grandes ciudades, el AVE Madrid-Sevilla, el Cable (submarino de alta tensión) de Tarifa-Marruecos, el vertedero de residuos peligrosos de Nerva, etc. Luchas duras, con fuertes enfrentamientos (heridos incluidos) que llevan a la huelga general al pueblo de Tarifa; a tres años de lucha en Nerva con innumerables multas y detenciones, padeciendo la ruptura de las relaciones familiares ya que entre los defensores del vertedero se encontraban los sindicatos mineros de UGT y Comisiones Obreras, en un pueblo que ha dependido históricamente de la minería; o la fuerte resistencia (1990-2000) de los vecinos de la periferia barcelonesa a pagar el incremento de las tarifas del agua. Si le añadimos la construcción del embalse de Itoiz, como emblema de la lucha por el agua, todo ello certifica la derrota del movimiento ecologista, en la feliz década de la globalización.
Durante años la evolución de la gente organizada y de las asociaciones ecologistas en su conjunto ha sido muy variada. En un principio de coordinación entre grupos locales dedicados a tareas muy diferentes se da una doble evolución muy curiosa y ejemplar. En primer lugar, los conservacionistas pasan por el siguiente esquema evolutivo: defensa de la especie protegida – defensa del espacio natural protegido – lucha por un territorio sostenible – participación en las luchas sociales, pues la política territorial es el reflejo espacial de las relaciones capitalistas. Es lo que llamábamos la conversión del pajarero en activista social. En segundo lugar la evolución inversa, la del militante antinuclear: opositor antinuclear por anticapitalista – que se implica en la lucha territorial contra la concentración urbana, entre otras cosas, porque demanda más energía – descubre los efectos negativos de la política territorial para los espacios protegidos – al final se enamora del seguimiento de algunas de las especies en peligro. El resultado es la conversión del anticapitalista en un “bichero”. Esta doble evolución sirvió para fortalecer el ecologismo en general, pero la lucha soterrada o abierta entre corrientes fue inclinándose en la década de los noventa a favor de los partidarios de las moratorias, de la participación institucional sin ambages, de la producción limpia en la industria, etc., frente a los que rechazaban todo tipo de tácticas basadas en moratorias y ponían en duda la validez de la participación en órganos de la administración pública, y comenzaban a plantear una crítica radical a la sociedad industrial y a su tecnología, pues de nada servía aspirar a una producción industrial, cuando lo que se rechazaba en sí era la producción industrial.
Cuando después de veinte años, los grupos ecologistas locales culminan su proceso de federación (unificación para otros) en la asamblea constituyente de Ecologistas
en Acción ( otoño de 1998), el movimiento ecologista está en crisis por las razones señaladas anteriormente: 1) Frente a la espontaneidad del movimiento y la diversidad de las protestas, las organizaciones prefirieron el crecimiento de la afiliación y de los medios propios, así como la unificación de la acción en unas pocas campañas coordinadas (Iniciativa Legislativa Popular antinuclear, residuos, transportes, conservación de especies, etc), todo ello dirigido a dar más peso a la articulación organizativa del ecologismo; 2) A partir de 1992, comienza el proceso de institucionalización del ecologismo con la aceptación del desarrollo sostenible y la participación en las instituciones, lo que erosiona su imagen pública; 3) la derrota ante el proceso de globalización supone para el movimiento ecologista un grado de desmoralización comparable a otra derrota, la del movimiento obrero en los años setenta; y 4) en la convivencia entre diferentes corrientes del ecologismo se impone, poco a poco, la partidaria de la unificación de una organización fuerte con sus expertos en todas las comisiones de trabajo, capaz de lanzar campañas eficaces y utilizar la participación institucional como altavoz de las propuestas ecologistas.
A la vista del fracaso de todo ello, de la incapacidad de lograr la autonomía económica, la crisis del movimiento ecologista también lo es de sus organizaciones. La evolución del ecologismo social en su vertiente política verde o en la de las asociaciones garantistas de los derechos ambientales, le ha llevado a participar en programas políticos (los verdes alemanes por ejemplo) que se descalifican ellos solos, o a erigirse en los defensores-mediadores legales del medio ambiente. Todo ello ha contribuido a la situación de crisis del movimiento ecologista. Aquellos nuevos movimientos herederos del 68 (ecologismo, pacifismo, feminismo) son ya viejos, no sólo por la edad de sus componentes, sino por la parcialidad de sus alternativas, lo que permite una fácil recuperación por el sistema capitalista, un reconocimiento social que facilitan los proyectos de cooperación, la labor de los institutos de la mujer, etc. Los nuevos movimientos sociales de los últimos años son el Movimiento Okupa, Antiglobalización, Contra la guerra… que sienten el peso de la represión o de la integración, ya que la crisis de los movimientos sociales en general se debe a ese huracán de la Gran Transformación que no cesa.

III

Conviene recordar el punto de partida de estas reflexiones y quien las hace. Se trata de analizar los cambios en la cultura política, que se perciben en el último ciclo de movilizaciones encabezadas por los movimientos sociales. Especificando más, el punto de vista que mueven a estas reflexiones es el de la cultura emancipatoria, incluso más allá del pensamiento crítico, la de un pensamiento subversivo empeñado en agujerear la realidad que nos impone el dominio capitalista. El marco para la reflexión parte de una derrota, la del último asalto proletario a los cielos y de una gran transformación en curso que desarticula la composición técnica y sociológica de la clase trabajadora, lo que le hace perder su centralidad como sujeto político de la transformación social. En este marco van naciendo los nuevos movimientos sociales, entre ellos el ecologista, en el que he participado durante las tres últimas décadas. Se ha tratado de distinguir los movimientos sociales con una cultura emancipatoria, de otros movimientos sociales cuya cultura política estuvieron en las antípodas, como son los casos de los fascismos tradicionales, y cómo la movilización social, no es el equivalente de una lucha social autónoma; hay movilización social desde los mecanismos de poder dominantes en la que participan o alientan medios informativos, organizaciones sociales, partidos y sindicatos que gobiernan o forman parte del entramado institucional del Estado. Algunos ejemplos aunque sean dolorosos: el voluntariado del chapapote, las manifestaciones contra la guerra del 2003, o el apoyo incondicional a la “marca” Barcelona como la ciudad sostenible, capital de la “diversitat y la pau” que pretende imprimir el Forum 2004.
La crítica al proceso de institucionalización del ecologismo y el análisis de su crisis podría extenderse a las organizaciones que impulsan otros movimientos sociales, pero la reflexión parte de quien esto escribe y de su experiencia como representante ecologista en el Consejo Asesor de Medio Ambiente (estatal), en el Consejo Andaluz del Agua o en la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir, de las que no me siento orgulloso. En cambio asumo con honra las derrotas del movimiento asambleario y autónomo de los años setenta, las de Nerva y del Cable de Tarifa, porque en estas luchas fui feliz y libre, encontré amigos y cambiaron mi vida.
En los últimos años destaca el ciclo de luchas protagonizadas por el movimiento antiglobalización, con sus intentos de cercar las cumbres donde las instituciones internacionales deciden la vida que tienen que vivir los miles de millones de personas que habitan en este planeta. Es un ciclo que comienza en Seatlle y termina en Génova con el asesinato de Carlo Guliani por parte de los carabineros y la represión directa sobre miles de personas para demostrar, una vez más, quien tiene las armas, el poder y la capacidad de matar legalmente. El grito de desafío de miles de gargantas, ¡Esta Cumbre Internacional no se va a celebrar! fue derrotado por la globalización armada. Las movilizaciones sociales en las cumbres siguientes son ya de otro signo: se pacta con las autoridades el contexto (nada de cercar el espacio urbano de las reuniones oficiales) y el recorrido de la gran manifestación-demostración, lo más alejado del lugar de la cumbre y después de que haya acabado el evento; así ocurrió en Barcelona y Sevilla en marzo y junio de 2002. La importancia irruptora del movimiento antiglobalización es la de cuestionar la década feliz de la globalización y decir NO a la explotación, la opresión y la exclusión social que comporta el último proceso de acumulación capitalista. La globalización armada avanza dotándose mundialmente de una forma-Estado -después del 11 de Septiembre de 2001- que algunas personas denominamos Estado-guerra, no sólo por Afganistán, Chechenia o Irak, sino porque su política es la guerra; inventa permanentemente a su enemigo y elige a su pueblo: todos aquellos que en nombre de más seguridad admiten menos de libertad.
En Porto Alegre se reúne por primera vez un Foro Mundial que se pretende alternativo al de Davos, donde anualmente se reúnen las mentes preclaras del capital para diseñar el futuro. A la ciudad brasileña acuden los restos del naufragio de una izquierda derrotada a lo largo del siglo XX, tanto en sus intentos insurreccionales como institucionales de cambiar el mundo, incluyendo las experiencias totalitarias del socialismo real arrasadas tras la caída del muro berlinés en 1989. También participan miles de personas ligadas a los más diversos movimientos sociales. Este primer Foro se define como un encuentro para discutir alternativas y tiene el atractivo de celebrarse en la ciudad de los presupuestos alternativos.
En Porto Alegre gobernada por el PT brasileño, una parte de los presupuestos municipales son controlados por medio de la participación de las agrupaciones vecinales, que dictan el objetivo del gasto. La fórmula de los presupuestos participativos es llevada a centenares de Ayuntamientos de todo el mundo donde gobierna la izquierda; es la pretendida novedad de controlar y limitar el poder mediante la participación popular. Decimos pretendida, en primer lugar porque lo que se controla es sólo una parte del gasto municipal por asociaciones, que en su mayor parte representan al clientelismo político del gobierno local de turno (quién tiene experiencia en la política municipal lo sabe muy bien); en segundo lugar, en lo que no hay participación social alguna es cómo y con qué criterios se recaudan los impuestos municipales; en tercer lugar, es de conocimiento público y notorio que los presupuestos municipales son “el chocolate del loro” de la tarta presupuestaria de un Estado; y por último nada tiene de novedoso esta forma de «controlar” el poder mediante la participación social, que encuentra su equivalente en la cogestión obrera en los centros de trabajo animada por los sindicatos allá por los años sesenta del siglo pasado.
Los Foros Sociales se multiplican como hongos en las diferentes áreas del planeta; para la izquierda más rancia es una buena correa de transmisión con la que aspiran a conseguir más poder institucional, para otros es el lugar de encuentro del “movimiento” de movimientos, esa que anima a la Multitud a construir un nuevo sujeto “plural y diseminado que se unifica, sin embargo, en la pulsión constitutiva de un nuevo ser”. Las aspiraciones de gobierno para la izquierda ya se han cumplido en Brasil donde Lula es Presidente, pero parecen que están muy lejos en otros Estados, a no ser que se acomoden a la estrategia de Estado-guerra que el capital impone. En cuanto a los intentos de construir un nuevo sujeto constituyente (revolucionario) la demostración de su “avance” reside en la crisis e institucionalización de los movimientos sociales, y en las dificultades que salen al paso de converger en intereses comunes entre la multitud de la gente, no en la Multitud como concepto.
Admitir la posibilidad de controlar y limitar el poder, mediante la participación social, en los inicios del siglo XXI es una ingenuidad o algo peor. Ha transcurrido todo un siglo de participación social en Parlamentos, Senados y Ayuntamientos a través de los partidos políticos de izquierda cuyos
resultados son de sobra conocidos; el control obrero del poder económico de la patronal, se ha limitado a la participación social de los sindicatos en la negociación colectiva, y en pequeñas y limitadas experiencias de cogestión de empresas. La participación social de movimientos sociales, incluidas las asociaciones de vecinos o de consumidores quedan reducidas a los órganos consultivos. En cambio, el Estado se muestra cada vez más corporativo. Lula, el presidente brasileño, faro del Foro de Porto Alegre, no ha permitido la más mínima participación social en sus reformas sobre la seguridad social. Desde mi experiencia ecologista de participación en las instituciones, nuestros objetivos eran más modestos: conseguir información, muy difícil en aquellos momentos, sobre planes y proyectos para organizar con más fundamentos las protestas, y servirnos de nuestra presencia en los órganos consultivos como altavoz del ecologismo. Estábamos subiendo los primeros peldaños de la institucionalización, pues el Estado no regala nada a cambio; participación por consenso, mediante la normalización de la diferencia.
Poner en cuestión el poder como elemento de transformación social es una reflexión tardía que desconoce la ambigüedad del poder. Fuera de las ingenuidades anarquistas contra el poder (los ministros anarquistas del gobierno del Frente Popular ejercieron el poder hasta salpicarse con la sangre de los amigos de Durruti ) y del uso de potencia como sinónimo movimentista del poder, la sensación que recorre el cuerpo de la gente en los momentos de revuelta, en una huelga contra el patrón, en una gran manifestación es la del poder de muchos contra los dominadores. Así que llamémosle como queramos, pero el poder está presente en las transformaciones sociales. Otra cosa es la naturaleza del poder, reducirlo a su condición de poder político o económico. El poder es el ejercicio de la dominación sobre otra(s) persona(s). No por combatir el poder político o el económico cesa la dominación racista o patriarcal. Precisamente la revolución más importante del siglo XX, no tiene como objetivo asaltar ningún palacio, ni consejo de administración. Las mujeres llevan medio siglo revolucionando la vida de, al menos, la mitad del género humano contra el poder patriarcal, una revolución sangrienta como muestran las estadísticas anuales de lo que eufemísticamente llaman violencia doméstica. En esta revolución el feminismo institucionalizado reclama normas legales y cárcel para los maltratadores, casas de acogidas para las víctimas de esta guerra; pero a las mujeres no les basta, en la soledad del hogar entablan batalla contra el poder patriarcal que las convierte en sirvientas, en posesión de sus maridos, padres, hermanos, hijos o compañeros sentimentales; reclama igualdad y libertad, reciben a cambio chantajes emocionales y violencia en forma de vejaciones o agresión. Las mujeres maltratadas, en su mayoría, reciben un primer apoyo constante de sus amistades y cuando deciden pasar a la acción directa, son estos grupos de apoyo los que encaran al maltratador avergonzándolo ante sus compañeros de trabajo, bar o afición. En última instancia, cuando se encuentran solas y peligra su vida acuden a la policía. Llamemos a lo que ocurre por su nombre, desterremos de nuestro vocabulario el lenguaje del poder que denomina, cínicamente, como violencia doméstica a las agresiones físicas ejercidas por el dominio patriarcal, precisamente, cuando las mujeres se rebelan contra su domesticación.

IV

Entre las tareas de los movimientos sociales destaca el ofrecimiento de alternativas parciales factibles en su campo de actividad. Por ejemplo: el movimiento ecologista recomienda el ahorro y la eficiencia energética, y el uso de energías renovables, la producción limpia y la agricultura ecológica. ¿Para que sirven estas alternativas? En un principio para crear nuevos mercados a las empresas eléctricas, a la industria verde poseedora de tecnologías de recuperación de residuos en los procesos de producción, y a las grandes superficies alimentarias que pueden ofrecer en estantes especializados productos con el sello ecológico a precios de élite. Con todo ello, favorecen a largo plazo la estabilidad del orden político vigente. La introducción de cambios promovidos por los movimientos sociales (fiscalidad ecológica, planes forestales, supresión del servicio militar obligatorio, matrimonio entre homosexuales, etc.) obtienen el resultado de fortalecer la sociedad capitalista. Ello ocurre así porque las alternativas que se presentan son posibles en el marco de las relaciones sociales capitalistas; ya nos olvidamos del molino de viento en cada casa o comunidad, de la energía o el agua gratis, de la recuperación de los bienes comunales en general, del amor libre y de la supresión de todos los ejércitos.
Los movimientos sociales necesitan ser reconocidos socialmente, ser admitidos en el interior del sistema, más aún cuando ya no hay “afueras”; el mapa espacial ha sido clausurado y el capital pone todo el tiempo de vida (las 24 horas del día) a trabajar. Ser admitido no implica renunciar a la identidad, la diferencia, incluso puede intensificarse, simplemente tiene que normalizarse. La normalización de la diferencia es la renuncia de los movimientos sociales a pensar lo imposible, renunciar a su capacidad de actuar unilateralmente. Después del acontecimiento del 11-S, la normalización de la diferencia se convierte en una necesidad absoluta; el miedo recorre aceleradamente el cuerpo organizado de los movimientos sociales. Todo movimiento social aspira a construir un sujeto político (ecologista, pacifista, feminista, etc.) pero en la medida que aceptan la normalización de la diferencia se convierten en sujetos sujetados al poder. Para ser admitidos y no excluidos, se necesita ser admisibles. Cuántas veces habremos escuchado: “no son razonables”, “no ofrecen alternativas viables”, “son unos impresentables”.
¿Es inevitable la neutralización e integración de los movimientos sociales? No, porque lo social como problema excede siempre a los movimientos sociales. Hay ocasiones en que los movimientos sociales dejan de ser sujetos sujetados (como ya ocurrió en la campaña contra la guerra) y lo que importa es lo que hace, no lo que dicen sus organizaciones; entonces gesto a gesto se construye como sujeto imposible; se muestra insoportable para el poder y para sí mismo. Se “deshacen los confines que separan a los diferentes movimientos sociales. Sólo los sujetos sujetados (a una política de la identidad, al poder) se distinguen entre ellos. En cambio, los sujetos imposibles son radicalmente distintos y, a la vez, forman parte de un único movimiento de subversión. Porque ellos ponen en el centro lo que es común. Y lo que es común -que cada gesto expresa a su modo- es el querer vivir (…) Cada uno de nosotros puede ser, por tanto, un sujeto imposible más allá y contra la diferencia normalizada que enraíza en cada movimiento social” .
Si las alternativas parciales fortalecen el orden social establecido, la esperanza de “otro mundo es posible” es desviada hacia el futuro, cantada como consigna resignada ante el único e insoportable mundo del presente.

V

Cualquier paradoja nos inquieta y saca de quicio porque aparentemente presenta un imposible. Cómo es posible que ganen las elecciones el Partido Popular después del hundimiento del “Prestige”, de su nefasta actuación al respecto rechazada por centenares de manifestaciones. El PP ganó las elecciones en Muxía, pueblo emblemático del desastre del chapapote. Cómo es posible que el PP gane la elecciones después de las multitudinarias manifestaciones contra la guerra. Esta paradoja entre disentimiento social y resultados electorales merecen una reflexión.
El llamado accidente del Prestige puede suscitar protestas por falta de seguridad en la navegación (doble casco en vez de monocasco); debido a las erróneas decisiones tomadas por los gobernantes antes del hundimiento; por la falta de ayuda a la limpieza de las playas, y por un sinfín de cosas más. A nadie que esté en su sano juicio, ni siquiera desde las filas del ecologismo, se le ha ocurrido plantear como opción alternativa la supresión del transporte de crudo (muerto el perro se acabó la rabia), combustible vital para la sociedad industrial y su monarca el automóvil. La gente se pregunta ¿estaría dispuesto a renunciar al coche a cambio de suprimir los barcos petroleros? La respuesta a esta pregunta se encuentra en los resultados electorales; más todavía si los sectores directamente afectados reciben las compensaciones económicas oportunas sin tener que ir a pescar, ni soportar madrugadas húmedas para mariscar. Al fin y al cabo, el combustible derramado por el Prestige es una infinitésima parte de lo que se derrama anualmente en los mares y océanos del mundo por limpieza de tanques. Mucho cinismo sí, pero esta es la forma en que nos obligan a vivir en esta sociedad dominada por la tecnología; de ahí el malestar de lo social que arrastran muchos cuerpos.
¿Quien no está contra la guerra? Esta pregunta se la hacían en el Congreso hasta los diputados del PP mientras Aznar hacía de monaguillo de Bush. Y vino la guerra, y las protestas en todas las ciudades del mundo. El PP apoya la guerra de Irak y pasa a formar parte del trío de las Azores, mientras que el resto de los partidos políticos, los sindicatos y los movimientos sociales la rechazan. Hipócritamente se apuntan al NO a la guerra algunos gobiernos europeos y la socialdemocracia; son halcones como muestra su participación en la guerra de Bush padre ¿Qué estarían dispuestos a hacer los millones de personas manifestantes para evitar la
guerra? ¿Hasta donde podríamos llegar? Las respuestas a estas preguntas se dieron en el desarrollo de la campaña contra la guerra. Nada de locuras, lo que nos dejen hacer, contestan los sujetos sujetados. Sin embargo hubo muchos sujetos imposibles, violentamente reprimidos por las fuerzas del orden mandadas por un Ministerio del Interior popular, o por la policía local antidisturbios de Barcelona bajo las órdenes de la coalición de “esquerres” que gobierna el Ayuntamiento barcelonés; partidos gobernantes del Consistorio y a su vez miembros de “Aturem la guerra”. Incluso hubo un joven sujeto imposible, insoportable para la imagen de protesta cívica, que se atrevío a coger un jamón de pata negra en el asalto a El Corte Inglés y utilizarlo posteriormente como ariete contra un McDonald. Gracias chaval, era el sueño de mi vida.
¿Merece la pena una guerra a cambio de disfrutar nuestra “calidad” de vida? Más respuestas que se responden en las urnas, allí donde el voto es secreto, protegido por cabinas y cortinillas, guardada la cobardía de cada votante en un sobre anónimo. Si a todo ello le añadimos la cantidad de medios usados en la campaña electoral por los partidos más fuertes (los que gobiernan) y el clientelismo político de los que comen directamente del pesebre del poder, la paradoja no es tal: el disentimiento social corresponde a lo que nos dejan hacer y los resultados electorales son los que son. Que a nadie le extrañe la desligitimación del sistema democrático.
Pero hay más, la forma de dominación actual tiene una cara bien visible, la del Estado penal, pero otras más poderosa e invisible: la de la movilización total de la vida para reproducir una realidad impuesta como obvia. Dicha movilización se basa en el ensalzamiento de la autonomía del individuo: crecimiento personal, tener proyectos, autorrealizarse, etc., cuyo destino es ahuyentar el malestar de lo social que nos corroe; en la medida que los vínculos sociales se debilitan nos ofrecen otra relación, la del individuo con el Estado, por medio de grupos, tribus, asociaciones, que normalizan la diferencia. El 16 de marzo de 2002, medio millón de personas se manifestaron bajo el lema “Contra la Europa del Capital”. Fue una manifestación pactada en su recorrido y horario con la delegada del gobierno. Estuve allí y entre tanta gente me sentí muy solo. Eso sí que es una paradoja: la dominación basada al mismo tiempo, en el consenso de la gente que desea sentirse realizada, formar parte de un proyecto, y en la adhesión impuesta por el jarabe penal.
Aunque la Gran Transformación en curso nos haya privado de todo horizonte, cuya única metáfora, por ahora, sea la del pozo sin fondo, porque parece que no tuviera final la crisis de los movimientos sociales, me permitiré el lujo de terminar con una glosa cruda y valiente: “después del ciclo revolucionario obrero y antiautoritario de los siglos XIX y XX, la subversión se ha quedado sin fechas ni calendario. Sin movimiento ni sujeto en que encarnarse. Sin proyectos que realizar. Pero tu cuerpo y el mío existen. Y no son un abanico de posibles. Tampoco somos una promesa de futuro. Son, necesariamente, el punto de partida de un programa de subversión” .